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domingo, 12 de junio de 2011

Restos de un sábado por la noche (y algo como “El regreso de los muertos vivos”)





En la búsqueda de un libro inconseguible, ella buscaba por todos los lugares inimaginables donde habría de estar. Recordó haberlo ojeado en una época pasada. Como también recordó haberlo leído con profundidad cuando estaba absolutamente inmiscuida en las lecturas de feminismo de la diferencia. Recordó (porque que el acto de “recordar” significa ‘volver a pasar por el corazón’) sin pena, pero con mucha gloria que ese libro le había sido vedado tiempo atrás. Claro, ese libro fue vedado y tuvo que leer lecturas de ese mismo. Algo de lo inaccesible estaba en él. Interesante era el nombre “Un cuarto propio” de Virginia Woolf. Recordó que había negado a Virginia Woolf por mucho tiempo, por sobre todo cuando su ex novio, convirtió ese nombre en sinónimo de fantasma. Y cada vez que quería herirla, convocaba ese nombre, y ocasionaba una serie de cataclismo de asociaciones que le hacían imposible conectarse con esas lecturas.

Había que leerlo, ya pasó mucho tiempo de aquella vez. Claro que había que leerlo. Pero el problema era cómo, ya que ella no lo tenía en su poder. Tampoco sus amigos lo tenían. Algo en el orden del Imaginario se estaba anudando de vuelta (y por qué no, enroscando), y así como cualquier buscador de tesoros, se propuso encontrar el cuarto propio. Buscó en amigos, buscó en familiares. Buscó en personas a quienes nunca debería haber convocado (e invocado) en la búsqueda. Buscó por sus conocidos y por sus colegas. El libro no estaba por ningún lado. Tampoco el cuarto propio. Llama a su analista y le dice llorando que aspira a que alguien le preste “El cuarto propio”. Por la tarde, agotada y vencida sabe que no lo va a conseguir. A cambio de ese libro, recibe otro, y en él se le abre un “lugar” en un corazón que no tiene compartimentos ni lugares. Era demasiado. Sacó de su mente una imagen: el garage con el monopatín. En este momento, en el garage hay un monopatín ocupando lugar. Ese monopatín es obsoleto y un tanto molesto. Pero mientras siga estando, no va a haber lugar para poner una Ferrari. Se ríe de la imagen, la Ferrari le hace acordar a que cada vez que la insultan, le dicen menemista.

Perversamente, abre el libro. Ojea un par de párrafos. Sonríe con las dedicatorias y así, sin pena ni gloria. Coloca el libro al lado del otro. Ya no quiere leerlo. Algo se transformó: el miedo pasó a ser tristeza. ¿qué la pone triste? Saber que algo se murió. Saber que la terapia de electroshock, en el fondo es una mentira para justamente convocar en la ausencia. Ser consciente de que en el fondo, las despedidas son tristes y necesarias. En el sueño que antes era pesadilla, ella marcaba un número, y atendía alguien diferente, alguien inesperado que se venía a acomodar cual medialuna en la cadera. Ese elemento era una persona. Alguien que parecía no tener lugar, y sin embargo, ese lugar estaba allí. Porque siempre en el garage, hubo lugar para esas cosas. Reproduce el fragmento del sueño y piensa que las sillas se cambiaron para anunciar esto: la desaparición.

No podía pedirle ese cuarto propio a nadie. Justamente, en eso estaba la tristeza. Que ninguno podría darle eso que necesitaba. Ese lugar que ella no tenía y que había quedado parado por situaciones eventuales. En los distractores de su vida, había mucha tela para cortar. Justamente, había tela de velos y de pañuelos. Pero no había tela que resultara un sweater abrigado (dios, el invierno se vuelve detestable)

En una semana dos cosas: el cumpleaños de su ex, y el día del padre. Ex y padre. Padre y ex. Chancha y Chiche. Chiche y Chancha como dos sonidos dorso velar fricativo. Malditos archifonemas a los que parece remitir la evasión. Ellos no están. Ella no está. Y entonces aparece el cine de vuelta como una necesidad inexplicable de poner en palabras o imágenes algo de lo que ella no se puede hacer cargo.



Ver Casablanca, que M. B. le diga con qué se va a encontrar. Mandarle mensaje y que el otro tenga los diálogos la preocupa. No sabe que en el fondo, los clásicos son eso mismo: frases célebres que nos permiten recordar (dios, estoy odiando ese verbo). Entonces asiste a Humbrey Bogart, y se le llenan los ojitos de lágrimas cuando lee:

• “Algunos pelean, otros consiguen”
• “de todos los bares del mundo, tenía que aparecer justo en el MÍO”
• “siempre tendremos París”

y al toque piensa...."¿Me habré vuelto pelotuda y no me di cuenta?"

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