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domingo, 29 de mayo de 2011

LA BELLA Y LA BESTIA...CUENTITO ORIGINAL...





Había una vez un mercader muy rico que tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres; y como era hombre de muchos bienes y de vasta cultura, no reparaba en gastos para educarlos y los rodeó de toda suerte de maestros. Las tres hijas eran muy hermosas; pero la más joven despertaba tanta admiración, que de pequeña todos la apodaban “la bella niña”, de modo que por fin se le quedó este nombre para envidia de sus hermanas.
No sólo era la menor mucho más bonita que las otras, sino también más bondadosa. Las dos hermanas mayores ostentaban con desprecio sus riquezas antes quienes tenían menos que ellas; se hacían las grandes damas y se negaban a que las visitasen las hijas de los demás mercaderes: únicamente las personas de mucho rango eran dignas de hacerles compañía. Se lo pasaban en todos los bailes, reuniones, comedias y paseos, y despreciaban a la menor porque empleaba gran parte de su tiempo en la lectura de buenos libros.

Las tres jóvenes, agraciadas y poseedoras de muchas riquezas, eran solicitadas en matrimonio por muchos mercaderes de la región, pero las dos mayores los despreciaban y rechazaban diciendo que sólo se casarían con un noble: por lo menos un duque o conde

La Bella -pues así era como la conocían y llamaban todos a la menor- agradecía muy cortésmente el interés de cuantos querían tomarla por esposa, y los atendía con suma amabilidad y delicadeza; pero les alegaba que aún era muy joven y que deseaba pasar algunos años más en compañía de su padre.

De un solo golpe perdió el mercader todos sus bienes, y no le quedó más que una pequeña casa de campo a buena distancia de la ciudad.

Totalmente destrozado, lleno de pena su corazón, llorando hizo saber a sus hijos que era forzoso trasladarse a esta casa, donde para ganarse la vida tendrían que trabajar como campesinos.

Sus dos hijas mayores respondieron con la altivez que siempre demostraban en toda ocasión, que de ningún modo abandonarían la ciudad, pues no les faltaban enamorados que se sentirían felices de casarse con ellas, no obstante su fortuna perdida. En esto se engañaban las buenas señoritas: sus enamorados perdieron totalmente el interés en ellas en cuanto fueron pobres.

Puesto que debido a su soberbia nadie simpatizaba con ellas, las muchachas de los otros mercaderes y sus familias comentaban:

-No merecen que les tengamos compasión. Al contrario, nos alegramos de verles abatido el orgullo. ¡Qué se hagan las grandes damas con las ovejas!

Pero, al mismo tiempo, todo el mundo decía:

-¡Qué pena, qué dolor nos da la desgracia de la Bella! ¡Esta sí que es una buena hija! ¡Con qué cortesía le habla a los pobres! ¡Es tan dulce, tan honesta!…

No faltaron caballeros dispuestos a casarse con ella, aunque no tuviese un centavo; mas la joven agradecía pero respondía que le era imposible abandonar a su padre en desgracia, y que lo seguiría a la campiña para consolarlo y ayudarlo en sus trabajos. La pobre Bella no dejaba de afligirse por la pérdida de su fortuna, pero se decía a sí misma:

-Nada obtendré por mucho que llore. Es preciso tratar de ser feliz en la pobreza.

No bien llegaron y se establecieron en la casa de campo, el mercader y sus tres hijos con ropajes de labriegos se dedicaron a preparar y labrar la tierra. La Bella se levantaba a las cuatro de la mañana y se ocupaba en limpiar la casa y preparar la comida de la familia. Al principio aquello le era un sacrificio agotador, porque no tenía costumbre de trabajar tan duramente; mas unos meses más adelante se fue sintiendo acostumbrada a este ritmo y comenzó a sentirse mejor y a disfrutar por sus afanes de una salud perfecta. Cuando terminaba sus quehaceres se ponía a leer, a tocar el clavicordio, o bien a cantar mientras hilaba o realizaba alguna otra labor. Sus dos hermanas, en cambio, se aburrían mortalmente; se levantaban a las diez de la mañana, paseaban el día entero y su única diversión era lamentarse de sus perdidas galas y visitas.

-Mira a nuestra hermana menor -se decían entre sí-, tiene un alma tan vulgar, y es tan estúpida, que se contenta con su miseria.

El buen labrador, el padre, en cambio, sabía que la Bella era trabajadora, constante, paciente y tesonera, y muy capaz de brillar en los salones, en cambio sus hermanas... Admiraba las virtudes de su hija menor, y sobre todo su paciencia, ya que las otras no se contentaban con que hiciese todo el trabajo de la casa, sino que además se burlaban de ella.

Hacía ya un año que la familia vivía en aquellas soledades cuando el mercader recibió una carta en la cual le anunciaban que cierto navío acababa de arribar, felizmente, con una carga de mercancías para él. Esta noticia trastornó por completo a sus dos hijas mayores, pues imaginaron que por fin podrían abandonar aquellos campos donde tanto se aburrían y además lo único que se les cruzaba por la cabeza era volver a la ociosa y fatua vida en las fiestas y teatros, mostrando riquezas; por lo que, no bien vieron a su padre ya dispuesto para salir, le pidieron que les trajera vestidos, chalinas, peinetas y toda suerte de bagatelas. La Bella no dijo una palabra, pensando para sí que todo el oro de las mercancías no iba a bastar para los encargos de sus hermanas.

-¿No vas tú a pedirme algo? -le preguntó su padre.

-Ya que tienes la bondad de pensar en mí -respondió ella-, te ruego que me traigas una rosa, pues por aquí no las he visto.

No era que la desease realmente, sino que no quería afear con su ejemplo la conducta de sus hermanas, las cuales habían dicho que si no pedía nada era sólo por darse importancia.

Partió, pues, el buen mercader; pero cuando llegó a la ciudad supo que había un pleito andando en torno a sus mercaderías, y luego de muchos trabajos y penas se halló tan pobre como antes. Y así emprendió nuevamente el camino hacia su vivienda. No tenía que recorrer más de treinta millas para llegar a su casa, y ya se regocijaba con el gusto de ver otra vez a sus hijas; pero erró el camino al atravesar un gran bosque, y se perdió dentro de él, en medio de una tormenta de viento y nieve que comenzó a desatarse.

Nevaba fuertemente; el viento era tan impetuoso que por dos veces lo derribó del caballo; y cuando cerró la noche llegó a temer que moriría de hambre o de frío; o que lo devorarían los lobos, a los que oía aullar muy cerca de sí. De repente, tendió la vista por entre dos largas hileras de árboles y vio una brillante luz a gran distancia.

Se encaminó hacia aquel sitio y al acercarse observó que la luz salía de un gran palacio todo iluminado. Se apresuró a refugiarse allí; pero su sorpresa fue considerable cuando no encontró a persona alguna en los patios. Su caballo, que lo seguía, entró en una vasta caballeriza que estaba abierta, y habiendo hallado heno y avena, el pobre animal, que se moría de hambre, se puso a comer ávidamente. Después de dejarlo atado, el mercader pasó al castillo, donde tampoco vio a nadie; y por fin llegó a una gran sala en que había un buen fuego y una mesa cargada de viandas con un solo cubierto. Quizás pecaría de atrevido, pero se dirigió hacia allí. La tentación fue muy grande, pues la lluvia y la nieve lo habían calado hasta los huesos; se arrimó al fuego para secarse, diciéndose a sí mismo: “El dueño de esta casa y sus sirvientes, que no tardarán en dejarse ver, sin duda me perdonarán la libertad que me he tomado.”

Se quedó aún esperando un rato largo, observaba hacia los otros recintos para tratar de ubicar a algún habitante en la mansión, pero cuando sonaron once campanadas sin que se apareciese nadie, no pudo ya resistir el hambre, y apoderándose de un pollo se lo comió con dos bocados a pesar de sus temblores. Bebió también algunas copas de vino, y ya con nueva audacia abandonó la sala y recorrió varios espaciosos aposentos, magníficamente amueblados. En uno de ellos encontró una cama dispuesta, y como era pasada la medianoche, y se sentía rendido de cansancio, entumecido y aturdido de la aventura pasada hasta encontrar este cobijo, decidió cerrar la puerta y acostarse a dormir.

Eran las diez de la mañana cuando se levantó al día siguiente, y no fue pequeña su sorpresa al encontrarse un traje como hecho a su medida en vez de sus viejas y gastadas ropas. “Sin duda”, se dijo, “o no he despertado, o este palacio pertenece a un hada buena que se ha apiadado de mí.”

Miró por la ventana y no vio el menor rastro de nieve, sino de un jardín cuyos floridos canteros encantaban la vista. Entró luego en la estancia donde cenara la víspera, y halló que sobre una mesita lo aguardaba una taza de chocolate.

-Le doy las gracias, señora hada -dijo en alta voz-, por haber tenido la bondad de albergarme en noche tan inhóspita y de pensar en mi desayuno.

El buen hombre, después de tomar el chocolate, salió en busca de su caballo, y al pasar por un sector lleno de rosas blancas recordó la petición de la Bella y cortó una para llevársela. En el mismo momento se escuchó un gran estruendo y vio que se dirigía hacia él una bestia tan horrenda, que le faltó poco para caer desmayado.

-¡Ah, ingrato! -le dijo la Bestia con voz terrible-. Yo te salvé la vida al recibirte y darte cobijo en mi palacio, y ahora, para mi pesadumbre, tú me arrebatas mis rosas, ¡a las que amo sobre todo cuanto hay en el mundo! Será preciso que mueras, a fin de reparar esta falta.

El mercader se arrojó a sus pies, juntó las manos y rogó a la Bestia:

-Monseñor, perdóname, pues no creía ofenderte al tomar una rosa; es para una de mis hijas, que me la había pedido.

-Yo no me llamo Monseñor -respondió el monstruo- sino la Bestia. No me gustan los halagos, y sí que los hombres digan lo que sienten; no esperes conmoverme con tus lisonjas. Mas tú me has dicho que tienes hijas; estoy dispuesto a perdonarte con la condición de que una de ellas venga a morir en lugar tuyo. No me repliques: parte de inmediato; y si tus hijas rehúsan morir por ti, júrame que regresarás dentro de tres meses.

No pensaba el buen hombre sacrificar una de sus hijas a tan horrendo monstruo, pero se dijo: “Al menos me queda el consuelo de darles un último abrazo.” Juró, pues, que regresaría, y la Bestia le dijo que podía partir cuando quisiera.

-Pero no quiero que te marches con las manos vacías -añadió-. Vuelve a la estancia donde pasaste la noche: allí encontrarás un gran cofre en el que pondrás cuanto te plazca, y yo lo haré conducir a tu casa.

Dicho esto se retiró la Bestia, y el hombre se dijo:

“Si es preciso que muera, tendré al menos el consuelo de que mis hijas no pasen hambre.”

Volvió, pues, a la estancia donde había dormido, y halló una gran cantidad de monedas de oro con las que llenó el cofre de que le hablara la Bestia, lo cerró, fue a las caballerizas en busca de su caballo y abandonó aquel palacio con una gran tristeza, pareja a la alegría con que entrara en él la noche antes en busca de albergue. Su caballo tomó por sí mismo una de las veredas que había en el bosque, y en unas pocas horas se halló de regreso en su pequeña granja.

Se juntaron sus hijas en torno suyo y, lejos de alegrarse con sus caricias, el pobre mercader se echó a llorar angustiado mirándolas. Traía en la mano el ramo de rosas que había cortado para la Bella, y al entregárselo le dijo:

-Bella, toma estas rosas, que bien caro costaron a tu desventurado padre.

Y enseguida contó a su familia la funesta aventura que acababa de sucederle. Al oírlo, sus dos hijas mayores dieron grandes alaridos y llenaron de injurias a la Bella, que no había derramado una lágrima.

-Miren a lo que conduce el orgullo de esta pequeña criatura -gritaban-. ¿Por qué no pidió adornos como nosotras? ¡Ah, no, la señorita tenía que ser distinta! Ella va a causar la muerte de nuestro padre, y sin embargo ni siquiera llora.

-Mi llanto sería inútil -respondió la Bella-. ¿Por qué voy a llorar a nuestro padre si no es necesario que muera? Puesto que el monstruo tiene a bien aceptar a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia y me consideraré muy dichosa, pues habré tenido la oportunidad de salvar a mi padre y demostrarle a ustedes y a él mi ternura.

-No, hermana -dijeron sus tres hermanos-, tampoco es necesario que tú mueras; nosotros buscaremos a ese monstruo y lo mataremos o pereceremos bajo sus golpes.

-No hay que soñar, hijos míos -dijo el mercader-. El poderío de esa Bestia es tal que no tengo ninguna esperanza de matarla. Me conmueve el buen corazón de Bella, pero jamás la expondré a la muerte. Soy viejo, me queda poco tiempo de vida; sólo perderé unos cuantos años, de los que únicamente por ustedes siento desprenderme, mis hijos queridos.

-Te aseguro, padre mío -le dijo la Bella-, que no irás sin mí a ese palacio; tú no puedes impedirme que te siga. En parte fui responsable de tu desventura. Como soy joven, no le tengo gran apego a la vida, y prefiero que ese monstruo me devore a morirme de la pena y el remordimiento que me daría tu pérdida.

Por más que razonaron con ella no hubo forma de convencerla, y sus hermanas estaban encantadas, porque las virtudes de la joven les había inspirado siempre unos celos irresistibles. Al mercader lo abrumaba tanto el dolor de perder a su hija, que olvidó el cofre repleto de oro; pero al retirarse a su habitación para dormir su sorpresa fue enorme al encontrarlo junto a la cama. Decidió no decir una palabra a sus hijos de aquellas nuevas y grandes riquezas, ya que habrían querido retornar a la ciudad y él estaba resuelto a morir en el campo; pero reveló el secreto a la Bella, quien a su vez le confió que en su ausencia habían venido de visita algunos caballeros, y que dos de ellos amaban a sus hermanas. Le rogó que les permitiera casarse, pues era tan buena que las seguía queriendo y las perdonaba de todo corazón, a pesar del mal que le habían hecho.

El día en que partieron la Bella y su padre, las dos perversas muchachas se frotaron los ojos con cebolla para tener lágrimas con que llorarlos; sus hermanos, en cambio, lloraron de veras, como también el mercader, y en toda la casa la única que no lloró fue la Bella, pues no quería aumentar el dolor de los otros.

Echó a andar el caballo hacia el palacio, y al caer la tarde apareció éste todo iluminado como la primera vez. El caballo se fue por sí solo a la caballeriza, y el buen hombre y su hija pasaron al gran salón, donde encontraron una mesa magníficamente servida en la que había dos cubiertos. El mercader no tenía ánimo para probar bocado, pero la Bella, esforzándose por parecer tranquila, se sentó a la mesa y le sirvió, aunque pensaba para sí:

“La Bestia quiere que engorde antes de comerme, puesto que me recibe de modo tan espléndido.”

En cuanto terminaron de cenar se escuchó un gran estruendo y el mercader, llorando, dijo a su pobre hija que se acercaba la Bestia. No pudo la Bella evitar un estremecimiento cuando vio su horrible figura, aunque procuró disimular su miedo, y al interrogarla el monstruo sobre si la habían obligado o si venía por su propia voluntad, ella le respondió que sí, temblando, que era decisión propia.

-Eres muy buena -dijo la Bestia-, y te lo agradezco mucho. Tú, buen hombre, partirás por la mañana y no sueñes jamás con regresar aquí. Nunca. Adiós, Bella.

-Adiós, señor -respondió la muchacha.

Y enseguida se retiró la Bestia.

-¡Ah, hija mía -dijo el mercader, abrazando a la Bella- yo estoy casi muerto de espanto! Hazme caso y deja que me quede en tu sitio.

-No, padre mío -le respondió la Bella con firmeza-, tú partirás por la mañana.

Fueron después a acostarse, creyendo que no dormirían en toda la noche; mas sus ojos se cerraron apenas pusieron la cabeza en la almohada. Mientras dormía vio la Bella a una dama que le dijo:

-Tu buen corazón me hace muy feliz, Bella. No ha de quedar sin recompensa esta buena acción de arriesgar tu vida por salvar la de tu padre.

Le contó el sueño al buen hombre la Bella al despertarse; y aunque le sirvió un tanto de consuelo, no alcanzó a evitar que se lamentara con grandes sollozos al momento de separarse de su querida hija.

En cuanto se hubo marchado se dirigió la Bella a la gran sala y se echó a llorar; pero, como tenía sobrado coraje, resolvió no apesadumbrarse durante el poco tiempo que le quedase de vida, pues tenía el convencimiento de que el monstruo la devoraría aquella misma tarde. Mientras esperaba decidió recorrer el espléndido castillo, ya que a pesar de todo no podía evitar que su belleza la conmoviese. Su asombro fue aún mayor cuando halló escrito sobre una puerta:

Aposento de la Bella

La abrió precipitadamente y quedó deslumbrada por la magnificencia que allí reinaba; pero lo que más llamó su atención fue una bien provista biblioteca, un clavicordio y numerosos libros de música, lo que reunía todo lo que a ella le hacía la vida placentera.

-No quiere que esté triste -se dijo en voz baja, y añadió de inmediato-: para un solo día no me habría reunido tantas cosas.

Este pensamiento reanimó su valor, y poco después, revisando la biblioteca, encontró un libro en que aparecía la siguiente inscripción en letras de oro:

Disponga, ordene, aquí es usted la reina y señora.

-¡Ay de mí -suspiró ella-, nada deseo sino ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo ahora!

Había dicho estas palabras para sí misma: ¡cuál no sería su asombro al volver los ojos a un gran espejo y ver allí su casa, adonde llegaba entonces su padre con el semblante lleno de tristeza! Las dos hermanas mayores acudieron a recibirlo, y a pesar de los aspavientos que hacían para aparecer afligidas, se les reflejaba en el rostro la satisfacción que sentían por la pérdida de su hermana, por haberse desprendido de la hermana que les hacía sombra con su belleza y bondad. Desapareció todo en un momento, y la Bella no pudo dejar de decirse que la Bestia era muy complaciente, y que nada tenía que temer de su parte.

Al mediodía halló la mesa servida, y mientras comía escuchó un exquisito concierto, aunque no vio a persona alguna. Esa tarde, cuando iba a sentarse a la mesa, oyó el estruendo que hacía la Bestia al acercarse, y no pudo evitar un estremecimiento.

-Bella -le dijo el monstruo-, ¿permitirías que te mirase mientras comes?

-Tú eres el dueño de esta casa -respondió la Bella, temblando.

-No -dijo la Bestia-, no hay aquí otra dueña que tú. Si te molestara no tendrías más que pedirme que me fuese, y me marcharía enseguida. Pero dime: ¿no es cierto que me encuentras muy feo?

-Así es -dijo la Bella-, pues no sé mentir; pero en cambio creo que eres muy bueno.

-Tienes razón -dijo el monstruo-, aun cuando yo no pueda juzgar mi fealdad, pues no soy más que una bestia.

-No se es una bestia -respondió la Bella- cuando uno admite que es incapaz de juzgar sobre algo. Los necios no lo admitirían.

-Come, pues -le dijo el monstruo-, y trata de pasarlo bien en tu casa, que todo cuanto hay aquí te pertenece, y me apenaría mucho que no estuvieses contenta.

-Eres muy bondadoso -respondió la Bella-. Te aseguro que tu buen corazón me hace feliz. Cuando pienso en ello no me pareces tan feo.

-¡Oh, señora -dijo la Bestia- , tengo un buen corazón, pero no soy más que una bestia!

-Hay muchos hombres más bestiales que tú -dijo la Bella-, y mejor te quiero con tu figura, que a otros que tienen figura de hombre y un corazón corrupto, ingrato, burlón y falso.

La Bella, que ya apenas le tenía miedo, comió con buen apetito; pero creyó morirse de pavor cuando el monstruo le dijo:

-Bella, ¿querrías ser mi esposa?

Largo rato permaneció la muchacha sin responderle, ya que temía despertar su cólera si rehusaba, y por último le dijo, estremeciéndose:

-No, Bestia.

Quiso suspirar al oírla el pobre monstruo, pero de su pecho no salió más que un silbido tan espantoso, que hizo retemblar el palacio entero; sin embargo, la Bella se tranquilizó enseguida, pues la Bestia le dijo tristemente:

-Adiós, entonces, Bella -y salió de la sala volviéndose varias veces a mirarla por última vez.

Al quedarse sola, la Bella sintió una gran compasión por esta pobre Bestia.

“¡Ah, qué pena”, se dijo, “que siendo tan bueno, sea tan feo!”

Tres apacibles meses pasó la Bella en el castillo. Todas las tardes la Bestia la visitaba, y la entretenía y observaba mientras comía, con su conversación llena de buen sentido, pero jamás de aquello que en el mundo llaman ingenio. Cada día la Bella encontraba en el monstruo nuevas bondades, y la costumbre de verlo la había habituado tanto a su fealdad, que lejos de temer el momento de su visita, miraba con frecuencia el reloj para ver si eran las nueve, ya que la Bestia jamás dejaba de presentarse a esa hora, Sólo había una cosa que la apenaba, y era que la Bestia, cotidianamente antes de retirarse, le preguntaba cada noche si quería ser su esposa, y cuando ella rehusaba parecía traspasado de dolor. Un día le dijo:

-Mucha pena me das, Bestia. Bien querría complacerte, pero soy demasiado sincera para permitirte creer que pudiese hacerlo nunca. Siempre he de ser tu amiga: trata de contentarte con esto.

-Forzoso me será -dijo la Bestia-. Sé que en justicia soy horrible, pero mi amor es grande. Entretanto, me siento feliz de que quieras permanecer aquí. Prométeme que no me abandonarás nunca.

La Bella enrojeció al escuchar estas palabras. Había visto en el espejo que su padre estaba enfermo de pesar por haberla perdido, y deseaba volverlo a ver.

-Yo podría prometerte -dijo a la Bestia- que no te abandonaré nunca, si no fuese porque tengo tantas ansias de ver a mi padre, que me moriré de dolor si me niegas ese gusto.

-Antes prefiero yo morirme -dijo el monstruo- que causarte el pesar más pequeño. Te enviaré a casa de tu padre, y mientras estés allí morirá tu Bestia de pena.

-¡Oh, no -respondió la Bella, llorando-, te quiero demasiado para tolerarlo! Prometo regresar dentro de ocho días. Me has hecho ver que mis hermanas están casadas y mis hermanos en el ejército. Mi padre se ha quedado solo. Permíteme que pase una semana en su compañía.

-Mañana estarás con él -dijo la Bestia-, pero acuérdate de tu promesa. Cuando quieras regresar no tienes más que poner tu sortija sobre la mesa a la hora del sueño. Adiós, Bella.

La Bestia suspiró, según su costumbre, al decir estas palabras, y la Bella se acostó con la tristeza de verlo tan apesadumbrado. Cuando despertó a la mañana siguiente se hallaba en casa de su padre. Sonó a poco una campanilla que estaba junto a la cama y apareció la sirvienta, quien dio un gran grito al verla. Acudió rápidamente a sus voces el buen padre, y creyó morir de alegría porque recobraba a su querida hija, con la cual estuvo abrazado más de un cuarto de hora.

Luego de estas primeras efusiones, la Bella recordó que no tenía ropas con que vestirse, pero la sirvienta le dijo que en la vecina habitación había encontrado un cofre lleno de magníficos vestidos con adornos de oro y diamantes. Agradecida a las atenciones de la Bestia, pidió la Bella que le trajesen el más modesto de aquellos vestidos y que guardasen los otros para regalárselos a sus hermanas; pero apenas había dado esta orden desapareció el cofre. Su padre comentó que sin duda la Bestia quería que conservase para sí los regalos, y al instante reapareció el cofre donde estuviera antes.

Se vistió la Bella, y entretanto avisaron a las hermanas, que acudieron en compañía de sus esposos. Las dos eran muy desdichadas en sus matrimonios, pues la primera se había casado con un gentilhombre tan hermoso como Cupido, pero que no pensaba sino en su propia figura, a la que dedicaba todos sus desvelos de la mañana a la noche, menospreciando la belleza de su esposa. La segunda, en cambio, tenía por marido a un hombre cuyo gran talento no servía más que para mortificar a todo el mundo, empezando por su esposa.

Cuando vieron a la Bella ataviada como una princesa, y más hermosa que la luz del día, las dos creyeron morir de dolor. Aunque la Bella les hizo mil caricias no les pudo aplacar los celos, que se recrudecieron cuando les contó lo feliz que se sentía. Bajaron las dos al jardín para llorar allí a sus anchas.

-¿Por qué es tan dichosa esa pequeña criatura? ¿No somos nosotras más dignas de la felicidad que ella?

-Hermana -dijo la mayor-, se me ocurre una idea. Tratemos de retenerla aquí más de ocho días: esa estúpida Bestia pensará entonces que ha roto su palabra, y quizás la devore.

-Tienes razón, hermana mía -respondió la otra-. Y para conseguirlo la llenaremos de halagos.

Y tomada esta resolución, volvieron a subir y dieron a su hermana tantas pruebas de cariño, que la Bella lloraba de felicidad. Al concluirse el plazo comenzaron a arrancarse los cabellos y a dar tales muestras de aflicción por su partida, que les prometió quedarse otros ocho días.

Sin embargo, la Bella se reprochaba el pesar que así causaba a su pobre monstruo, a quien amaba de todo corazón, y se entristecía de no verlo. La décima noche que estuvo en casa de su padre, soñó que se hallaba en el jardín del castillo, y que veía cómo la Bestia, inerte sobre la hierba, a punto de morir, la reconvenía por sus ingratitudes. Despertó sobresaltada, con los ojos llenos de lágrimas.

“¿No soy yo bien perversa”, se dijo, “pues le causo tanto pesar cuando de tal modo me quiere? ¿Tiene acaso la culpa de su fealdad y su falta de inteligencia? Su buen corazón importa más que todo lo otro. ¿Por qué no he de casarme con él? Seré mucho más feliz que mis hermanas con sus maridos. Ni la belleza ni la inteligencia hacen que una mujer viva contenta con su esposo, sino la bondad de carácter, la virtud y el deseo de agradar; y la Bestia posee todas estas cualidades. Aunque no amor, sí le tengo estimación y amistad. ¿Por qué he de ser la causa de su desdicha, si luego me reprocharía mi ingratitud toda la vida?”

Con estas palabras la Bella se levantó, puso su sortija sobre la mesa y volvió a acostarse. Apenas se tendió sobre la cama se quedó dormida, y al despertarse a la mañana siguiente vio con alegría que se hallaba en el castillo de la Bestia. Se vistió con todo esplendor por darle gusto, y creyó morir de impaciencia en espera de que fuesen las nueve de la noche; pero el monstruo no apareció al dar el reloj la hora. Creyó entonces que le habría causado la muerte, y exhalando profundos suspiros, a punto de desesperarse, recorrió la Bella el castillo entero, buscando inútilmente por todas partes. Recordó entonces su sueño y corrió por el jardín hacia el estanque junto al cual lo viera en sueños. Allí encontró a la pobre Bestia sobre la hierba, perdido el conocimiento, y pensó que había muerto. Sin el menor asomo de horror se dejó caer a su lado, y al sentir que aún le latía el corazón, tomó un poco de agua del estanque y le roció la cabeza. Abrió la Bestia los ojos y dijo a la Bella:

-Olvidaste tu promesa, y el dolor de haberte perdido me llevó a dejarme morir de hambre. Pero ahora moriré contento, pues tuve la dicha de verte una vez más.

-No, mi Bestia querida, no vas a morirte -le dijo la Bella-, sino que vivirás para ser mi esposo. Desde este momento te prometo mi mano, y juro que no perteneceré a nadie sino a ti. ¡Ah, yo creía que sólo te tenía amistad, pero el dolor que he sentido me ha hecho ver que no podría vivir sin verte!

Apenas había pronunciado estas palabras la Bella vio que todo el palacio se iluminaba con luces resplandecientes: los fuegos artificiales, la música, todo era anuncio de una gran fiesta; pero ninguna de estas bellezas logró distraerla, y se volvió hacia su querido monstruo, cuyo peligro la hacía estremecerse. ¡Cuál no sería su sorpresa! La Bestia había desaparecido y en su lugar había un príncipe más hermoso que el Amor, que le daba las gracias por haber puesto fin a su encantamiento. Aunque este príncipe mereciese toda su atención, no pudo dejar de preguntarle dónde estaba la Bestia.

-Aquí, a tus pies -le dijo el príncipe-. Cierta maligna hada me ordenó permanecer bajo esa figura, privándome a la vez del uso de mi inteligencia, hasta que alguna bella joven consintiera en casarse conmigo. En todo el mundo tú sola has sido capaz de conmoverte con la bondad de mi corazón; ni aun ofreciéndote mi corona podría demostrarte la gratitud que te guardo y nunca podré pagar la deuda que he contraído contigo.

La Bella, agradablemente sorprendida, tendió su mano al hermoso príncipe para que se levantase. Se encaminaron después al castillo, y la joven creyó morir de dicha cuando encontró en el gran salón a su padre y a toda la familia, a quienes la hermosa dama que viera en sueños había traído hasta allí.

-Bella -le dijo esta dama, que era un hada poderosa-, ven a recibir el premio de tu buena elección: has preferido la virtud a la belleza y a la inteligencia, y por tanto mereces hallar todas estas cualidades reunidas en una sola persona. Vas a ser una gran reina: yo espero que tus virtudes no se desvanecerán en el trono. Y en cuanto a ustedes, señoras -agregó el hada, dirigiéndose a sus hermanas-, conozco sus corazones y toda la malicia que encierran. Conviértanse en estatuas, pero conserven la razón adentro de la piedra que va a envolverlas. Estarán a la puerta del palacio de la Bella, y no les pongo otra pena que la de ser testigos de su felicidad. No podrán volver a su primer estado hasta que reconozcan sus faltas; pero me temo mucho que no dejarán jamás de ser estatuas. Pues uno puede recobrarse del orgullo, la cólera, la gula y la pereza; pero es una especie de milagro que se corrija un corazón maligno y envidioso.

En este punto dio el hada un golpe en el suelo con una varita y transportó a cuantos estaban en la sala al reino del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con júbilo, y a poco se celebraron sus bodas con la Bella, quien vivió junto a él muy largos años en una felicidad perfecta, pues estaba fundada en la virtud.
No lejos, las alígeras hermanas
Con serpientes por cabellos; las gorgonas
Enemigas del hombre

ESQUILO

MIEDOS Y TERRORES




/y en el clamor de un sueño
tiemblo de miedo y terror
camino entre espejos y alguien
avanza entre sillas/

/es un ajedrez donde torre
se mueve como caballo, y yo
me asusto y me subo arriba de
E. como si fuera un mueble/

/y entonces veo que justamente
la maldita Medusa está ahí, parada
y no soy Perseo ni tengo un Pegaso
no hay escudo de Hades/

hay solo palabras huracanadas para exorcizarla

miércoles, 25 de mayo de 2011

El Buque Fantasma.




ERRABUNDEO. Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de amor en amor.

1. ¿Cómo terminar un amor? -¿Cómo, entonces termina? En suma, nadie –salvo los otros- sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros; a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.

2. Actúo siempre –me obstino en actuar, por más que se me diga y sean cuales fueren mis propios desalientos-, como si el amor pudiera un día colmarme, como si el Soberano Bien fuera posible. De ahí esa curiosa dialéctica que hace suceder sin obstáculo el amor absoluto al amor absoluto, como si, a través del amor, accediera yo a otra lógica (donde el absoluto no estuviera obligado a ser único), a otro tiempo (de amor en amor, vivo instantes verticales), a otra música (ese sonido, sin memoria, separado de toda construcción, olvidado de lo que le precede y le sigue, ese sonido es en sí mismo musical). Busco, comienzo, pruebo, voy más lejos, corro, pero nunca sé que termino: del Ave Fénix no se dice que muere sino solamente que renace (¿puedo, pues, renacer sin morir?)

Entrevista con Roland Barthes




Roland Barthes. Semiólogo e intelectual francés. Fue uno de los precursores y referentes centrales del estructuralismo - del que se alejó hacia la década del `70 - y una de las principales figuras del pensamiento francés de la segunda mitad del siglo.



Pregunta: Usted dice al comienzo de Roland Barthes por Roland Barthes: "Son solo las imágenes de mi juventud las que me fascinan" ¿Podría hablarnos brevemente de este período de su vida?

Respuesta: Si, con gusto. Lo expliqué y lo dije en varias oportunidades: vengo de una familia a la que se puede ubicar socialmente en una burguesía liberal, pero una burguesía como había a menudo en esa época, empobrecida. Fui educado únicamente por mi madre ya que mi padre murió en la Primer Guerra mundial y tuve que pasar con ella dificultades materiales muy grandes. Pasé mi infancia temprana en una ciudad de provincia francesa, Bayonne, en la cual residían mis abuelos paternos y esta ciudad me marcó, efectivamente, en la medida en que es una muy linda ciudad pero además es una ciudad, yo diría, típicamente provincial, tal como pudieron describir precisamente los grandes novelistas franceses; pienso, por supuesto, en Balzac a incluso en Proust. Luego mi madre vino a instalarse en París y yo la seguí: estudié en París. Si digo que eran sobre todo las imágenes de mi juventud las que me fascinaban, era también conforme a un proyecto, tal vez más hermético o más teórico: pienso que a partir del momento en que alguien que escribe entra, digamos, en escritura, en el trabajo de escritura, su cuerpo ya no está en el mismo lugar. El cuerpo que va en la escritura ya no es el mismo que el que podemos ver en las fotografías, y lo que quise mostrar en fotografía, es el joven hombre que era en el momento precisamente en el que aún no escribía, en el cual estaba, como dije, "en la vida improductiva". Pero a partir del momento en que comencé a escribir, mi cuerpo civil, mi cuerpo biográfico, si se lo puede llamar así, ya no interesa y es por eso por lo que suspendí la imaginería a la cual me veía obligado por las leyes de la colección después de mi juventud.

P.: ¿Cómo llegó a escribir y qué representa para usted el acto de escribir?

R.: Siempre tuve ganas de escribir cuando era adolescente. Luego, después de una cierta latencia; desembarqué en la vida intelectual casi inmediatamente después de la liberación de París, en el momento en que el escritor que uno leía, aquel que mostraba el camino, el que enseñaba un camino nuevo, era Sartre. Ahora bien, una de las acciones más importantes de Sartre fue, precisamente, desmistificar la literatura en su aspecto institucional, reaccionario y sacro, de alguna manera; fue una de sus grandes empresas. Participé pues, modestamente, en esta empresa y en consecuencia, tuve en ese momento, con la escritura relaciones más ambiguas que ahora, en la medidaen que había, me parece, tareas, combates más urgentes, en el plano de la desmistificación ideológicamente en especial.

Pero luego este tema de la escritura llegó a mi vida en forma de una reivindicación de goce, de una reivindicación de placer ---esto fue ayudado, también, por todo lo que se escribía a mi alrededor en la vanguardia- y es el momento en el que escribí, hace uno o dos años, El placer del texto. Hubo entonces, allí, de mi parte, una toma un poco nueva de responsabilidad con respecto a la escritura, lo reconozco. Usted sabe que es muy difícil definir la escritura en nuestros días, no se puede describirla en términos pasados, eso ya no va, pero digamos que la escritura es a la vez evidentemente un campo de goce y un campo de responsabilidad; y son estos dos renos, si se puede decir, los que hay que tener con una misma rienda.

P.: si nos referimos a Mitologías, al Imperio de los signos o aun al Placer del texto, uno se da cuenta de que usted escribe sobre todo por fragmentos. ¿Por qué?

R.: Sí, es correcto, en todo caso, tomé conciencia de esto muy recientemente, me gusta escribir fragmentos, es decir trozos de discursos muy discontinuos. Esto, en primer lugar por una reacción táctica contra el género disertivo, el género de la disertación, este modelo de escritura que viene, por supuesto, de la cultura escolar y contra el cual pienso que siempre es bueno reaccionar. Además, usted tal vez lo sabe, siento una gran admiración personal por las formas de expresión extremada y voluntariamente breves, por una estética de la brevedad tal como se la puede conocer en esos minúsculos pero admirables poemas japoneses que uno llama hai ku ; pienso también en las piezas breves de músicos como Webem. Me fascina la brevedad como principio estético. Traté entonces, en mis últimos trabajos, en El placer del texto y en Barthes por él mismo, de practicar sistemáticamente esta escritura discontinua, que, además, tiene para mí la ventaja de descentrar el sentido. La disertación, si se quiere, siempre tiende a imponer un sentido final: se construye un sentido, un razonamiento para concluir, para dar un sentido a lo que uno dice. Ahora bien, usted sabe muy bien que, para mí, el gran problema es el de eximir el sentido, imprimirle una suerte de trastornó y por la misma vía (...) (borrado) ... de alguna manera.

P.: ¿Qué influencia ejerció en usted, por ejemplo, Gide? ¿En su libro, uno no encuentra: "Gide es mi lengua original, mi Ursuppe, mi sopa literaria"?

R.: Si , dije eso en ese libro, ya que hablaba de mí. Entonces tengo en c uenta, por supuesto, mi adolescencia, la que nadie podía conocer. Ahora bien, siendo adolescente, leí mucho a Gide, Gide tuvo mucha importancia para mí. Pero destacaré, con cierta malicia, que sin embargo, hasta ahora, nadie se lo había imaginado; nunca nadie me dijo que había en lo que yo había hecho la mínima parcela de influencia gidiana. Ahora bien, ahora que insistí en esto, parece que encuentran muy naturalmente unas especies de filamentos hereditarios entre Gide y lo que pude hacer: esto es decirle a usted que, sin embargo, es una comparación que sigue siendo muy artificial. Gide fue importante para mí cuando era adolescente, esto no quiere decir en absoluto que esté presente en mi trabajo.

P.: ¿Podría explicar esa frase que parece resumir su libro: "Escribir el cuerpo"?

R.: ... Sií.,.siempre aparece el mismo problema. Bueno, el cuerpo -el cuerpo humano, el cuerpo de cada uno- se transformó en más que un objeto: un problema, del cual se ocupan actualmente muchos epistemólogos, por medio de tipos de discurso, por medio del psicoanálisis. Entonces, creo, en efecto, que ahora se trata de hacer pasar ese cuerpo que nos es totalmente desconocido, ese cuerpo interno, ese cuerpo de la cenestesia, ese cuerpo también del goce y ese cuerpo también del inconsciente, de saber como pasa en la escritura. Sabemos bien que finalmente la escritura e stá hecha con el cuerpo, pero por medio de qué relevo, sigue siendo algo extrema damente enigmático. Porque, si somos varios los que estamos de acuerdo en el hecho de que hay un goce de escribir, no lo hemos dilucidado teóricamente.

P.: ¿Qué lugar le da usted a la realidad de las palabras "deseo", "placer" y "levante"?

R.: "Deseo" es una palabra que realmente le pertenece a mucha gente, no solo de hecho sino también en teoría. En todo caso, es la gran palabra del psicoanálisis y mucha gente se ocupa del deseo. En cuanto al "placer" yo lo utilicé un poco como reacción táctica para tratar de sacar aquello que es, en la teoría marxista o psicoanalítica, un poco censurador, un poco legal, un poco "superyoico", como se dice, con respecto a la escritura. Quise reintroducir , en el hecho literario el postulado del placer. Pero una vez más avancé esta palabra no tanto por deseo de profundizar la teoría sino por una suerte de intervención táctica, como una reacción, para restablecer un poco algo que me parecía que estaba reprimido -y ¿reprimido por quién?- por la gente en general con la cual estoy de acuerdo, con la cual trabajo.

Un poco es por esto por lo que escribí "El placer del texto". En cuanto al "levante", es una palabra obviamente trivial, del vocabulario familiar, del vocabulario amoroso, erótico. Si lo usé varias veces es porque, para mí, remite a una actitud muy importante, que es, digamos la de puntuar, apuntar, salir, de alguna manera, del encanto de cualquier primer encuentro -ya sea, por supuesto, con compañeros amorosos, pero también con palabras, con texto- este encanto de la primera vez, si se quiere, este encanto de lo nuevo absoluto, de lo inaudito, que le da en el momento, completamente, el peso de la repetición, de estereotipos, y es un poco todo eso lo que pongo en términos de "levante".

P.: ¿De dónde le vino esta necesidad de Fragmentos de un discurso amoroso ?

R.: Yo diría que hay dos orígenes, un origen objetivo y un origen más personal y, en todo caso, más misterioso. El origen objetivo, es que, usted no lo ignora, soy director de estudios e n lècole de s Hautes Etudes y, en función de ello, tengo seminarios de investigación. Y, desde hace algunos años, esta investigación semiológica se orienta, con gusto, hacia lo que se llama ahora el discurso o la discursividad, hacia tentativas d e clasificaciones y de análisis de modos de enunciación. Luego, en esta perspectiva, quise estudiar objetivamente un tipo de discurso que se supone que es el discurso que sostiene un sujeto enamorado de tipo romántico, relacionado con el amor-pasión. Para ello quise utilizar un textoTMtutor, de alguna manera, que me daría ejemplos de discursos amorosos, y elegí un discurso amoroso que tiene una especie de amplitud a insistencia mitológica, el Werther de Goethe. Esto significa, ¿por qué uno escribe un libro? ¿Por qué de un seminario de investigación tuve que hacer una obra de escritura? Entonces ahí, son determinaciones mucho más complicadas, mucho más sutiles y probablemente mucho más desconocidas por mí.

P.: Justamente, escribir, ¿no es ir en búsqueda del "inexpresable amor"?

R.: Si, en cierto sentido sí. Es decir que una de las experiencias del sujeto enamorado que yo puse en escena, del cual simulé el discurso, es que precisamente el sentimiento amoroso habla mucho. Es muy charlatán, al menos en la cabeza del enamorado, pero de hecho el que habla tiene la impresión, por otra parte torturadora, de que realmente no puede nunca expresarse, nunca puede expresar ese sentimiento amoroso.

P.: Roland Barthes, ¿quién es "el otro"?

R.: Llamé "el otro" con una pequeña "o" (porque la distinción es importante desde que el psicoanálisis se apoderó de esta noción) al objeto amado. Si lo llamé "el otro" sin darle apellido, ni nombre, ni incluso pronombre, si me atrevo a decir, era justamente para disponer de una expresión francesa que es, de alguna manera, neutra, que no se refiere a un sexo definido. Porque estoy persuadido de que el amor-pasión no reconoce, de alguna manera, sexo y que, en consecuencia, no debía señalar el sexo del que hablaba o del que era... o de la que era amado/a (ya ve que mi vacilación prueba que en francés uno está obligado a elegir entre el masculino y el femenino) y la expresión "el otro" me permitía no elegir. Agrego que es una expresión consagrada por el psicoanálisis. Lo que uno llama "el pequeño otro", el otro escrito con una "o" minúscula, es en la descripción psicoanalítica, precisamente el objeto del sentimiento amoroso.

P.: ¿Usted habla de la espera del otro?

R.: La espera es una de las innumerables figuras -así es como llamé estas especies de episodios de lenguaje interior- que intenté describir. La espera, esperar al otro, esperar a aquel o a aquella a quien uno ama, es una figura cardinal del sentimiento amoroso. El enamorado pasa su vida, su tiempo, esperando. Si va a una cita, siempre es él o la que espera.

P.: ¿Cómo ve usted el encuentro?

R.: Yo distinguí entre lo que llamé el "encanto", es decir el momento en el cual uno está encantado por la imagen del otro -lo que se llaman comúnmente el flechazo- ese momento único, aunque a veces sea reconstruido après coup, y el "encuentro" que definí, más bien, como un período. Es el período que sigue inmediatamente al encanto, es un período feliz (también podría haber llamado esta figura "idilio") en el que hay una suerte de maravillamiento perpetuo en descubrir al otro, en descubrir cómo el otro le conviene, en descubrir que uno podría-y que uno podrá- ser feliz con el otro. Es un período, a menudo, seguido de un largo túnel de dificultades, de angustia, de sufrimiento, de celos, de duda, que fueron abundantemente descritos por la literatura.

P.: En lo más íntimo del encuentro, aparece, a menudo, la afirmación, un poco gastada, del "te quiero". ¿No es una afirmación trágica, a menudo una afirmación sin respuesta, pero a veces una revolución?

R.: Si, traté, efectivamente, de analizar, de una manera que le parecerá, tal vez, sofisticada (no sé, habría que preguntarle a los lectores), esta expresión universalmente banal (cuantas veces, en el momento mismo en el que estamos manteniendo esta conversación, hay en el mundo seres que intercambian esta frase " t e q u ie ro" -en todo caso seres que se lo dicen uno al otro -). Es una expresión a la vez muy banal, muy gastada, pero que es, sin embargo, muy enigmática, porque uno no puede decir que lleva una información -si uno aparta el caso de la confesión de amor cuya forma estereotipada sería más bien: "pues finalmente lo quiero" (que es un hemistiquio...). El "te quiero" es más bien una suerte de grito irreprimible cuyo sentido es muy enigmático, ya que una vez más no es información. Interpreto esto como una suerte de proferimiento mágico que llama una respuesta no menos mágica que sería: "yo también lo quiero". Y de hecho, cuando uno dice a un ser "te quiero", lo hace para obtener de él la respuesta mágica: "yo también lo quiero".

"Revolución" porque efectivamente, en el plano del fantasma, el sujeto enamorado imagina que cuando reciba esta respuesta maravillosa, se producirá una verdadera revolución en su vida y en el mundo. Es lo que está muy bien ilustrado por el cuento La Bella y la Bestia . La Bestia ama a la Bella , la Bella no ama a la Bestia y, en un momento dado, la Bella es vencida por los discursos de la Bestia , y cuando la Bestia le dice: "la amo, Bella", la Bella responde: "yo también lo amo, Bestia". En ese momento, la palabra mágica, habiendo sido proferida y obtenido respuesta, la Bestia se despoja de su piel hedionda de bestia y un hermoso joven aparece. Se produce entonces una revolución.

P.: Emotivamente la palabra "corazón" también tiene gran importancia...

R.: Es una palabra que, en realidad, no he analizado. Más bien traté de trazar celdas en las que existen problemas de lenguaje. El corazón, en francés, es una palabra que tiene toda una historia romántica y que, por eso mismo, en la medida en que tendemos, hoy en día, a desazonar el romantisismo, a tomarlo un poco en broma, llevó consigo esta depreciación. Usamos esta metáfora en forma desabrida y un poco pusilánime, en tanto que, en realidad creo que el corazón remite a una emotividad extremadamente fuerte que es, por otra parte, penetrada de sexualidad, y es lo que explica que la sentimentalidad amorosa no sea insulsa, que por el contrario sea una fuerza.

P.: La palabra "amor" ¿no está, a menudo, ligada a las palabras "suicidio" y "muerte"?

R.: Sí, el sujeto enamorado que describí es esencialmente, según el ejemplo mismo de Werther , un sujeto que ama un objeto que no puede amarlo a él, ya sea porque no lo quiere, o porque no esté libre, y en consecuencia se trata de un amor que uno llama banalmente "infeliz". En la desesperación amorosa, la idea de suicidio es una idea inmediata, es una idea que el sujeto enamorado tiene muy fácilmente. Aquí, evidentemente utilicé el suicidio de Werther. Werther determinó epidemias de suicidio amoroso...

P.: ¿El enamorado no se hunde, a menudo, en la angustia de la ausencia, que es una forma de muerte?

R.: La ausencia es una de las pruebas más duras del estado amoroso, en la medida en que datos totalmente materiales y concretos, una ausencia práctica del otro, hacen aparecer finalmente todo lo que falta que está en el deseo, que hace al deseo. Y la ausencia, en el fondo, no hace sino poner en escena esta falta del deseo.

P.: Roland Barthes, ¿cómo se puede vivir la soledad?

R.: Yo diría que es el problema esencial del libro, en la medida en que es el problema que lo une a nuestra época. Porque, de todos modos, este libro no es un libro en el aire, gratuito. Tuve la idea de que el sujeto que se entregaba a este amor-pasión o que era poseído por él era alguien que se sentía profundamente solo en el mundo actual, por una razón histórica, es que el mundo actual vive mal el amor-pasión, lo reconoce mal. Ciertamente, el amor-pasión forma parte de una cierta cultura, de la cultura popular, en forma de películas, novelas, canciones, pero, en la clase intelectual a la cual pertenezco, que es mi medio natural, el amor-pasión no está para nada en el orden del día de la reflexión teórica, de los combates de la inteligencia. Por consiguiente, para un intelectual hoy, estar enamorado, es estar realmente sumergido en la última de las soledades.

Simplemente no te quiere




Claro amigacha que es complicado que los Asterixes caigan y que de repente dejes de cuestionar por qué tu BB no suena con una carita feliz, pero a su favor debo decirte que existe algo llamado "freno" el cual es aconsejable. Digamos, toda situacion se sostiene precisamente del esquema actancial de la búsqueda del héroe por ese objeto. A ver si nos comprendemos, estructuralmente, el simpático Levi-Strauss trató de realizar una sistematización en la que todaaa la manga de papas fritas vinieron a enarbolar como banderita planteando que podría hacerse una semiótica estructural de los relatos, Greimas a la cabeza planteando algo así:

todo HÉROE persigue un OBJETO. Este héroe irá por el camino hacia su objeto, peleando ora con fuerzas ANTAGONISTAS como con fuerzas AYUDANTES en pos de "eso" que es su móvil con determinada FUERZA para alguna clase de DESTINATARIO.

Entonces podríamos pensar que Teseo tiene como objeto matar al Minotauro. El Laberinto y Astetrión mismo podrían ser los antagonistas, pero la bella Ariadna con su hilo precioso y firme sería ese ayudante. La valentía es la fuerza del héroe. Egeo, el padre de Teseo, y todo el pueblo ateniense sería algo así como el gran destinador de la hazaña.

clap clap clap....aplausos quedó clarísimo.

Mediante el análisis fílmico habremos de observar que todo HOMBRE busca su LINDO MOMENTO CON LA ACROBATA CHINA EN LA CAMA. Para esto, utilizan la fuerza que es LA MENTIRA y el destinatario es su propio DESEO MASCULINO DE INTRODUCIRSE EN CUANTO ORIFICIO ENCUENTREN. Los ayudantes de estos héroes son por lo general, la BUENA VOLUNTAD DE LA SUJETA y el antagonista es la FALTA DE CLARIDAD MENTAL ANTE UNA BUENA CORONA BIEN FRAPPE.

Asunto resuelto, de ahora en más, se aplica el esquema actancial a la vida!!!!

Un sueño raro




En el sueño era una fiesta, que en realidad era un bar. Era el lugar “Videobar” de Olivos. Era ese lugar, por la disposición de las mesas. Sé que entramos de la mano y es raro, porque a mí no me gusta que me agarren la mano (cuestión de claustrofobia, ya me llamaste la atención porque no me gusta que me agarren la mano, ni que me apoyen el brazo en el hombro, ni que me agarren de la cintura). En el sueño era tan natural que me agarraras que creo que eso me asustó al despertar. En el lugar estaba Laura fumando IMPARCIALES, recuerdo haberle dicho que me impresionaban esos cigarrillos, yo fumaba Gauloises (era obvio que solo en sueños) pero la cajita era de Gitanes. Fumé Gitanes durante mi época del profesorado. Alguien estaba en la punta de la mesa, estábamos en el mismo grupo de gente conocida, pero no nos saludamos. No sé, era como si no nos conociéramos. Solo que yo sabía que lo conocía de antes. Como en un partido de ajedrez donde el caballo se mueve como torre y la reina se mueve como peón, alguien apareció frente a mí. Y yo estaba sentada enfrente, con una mesa de por medio, a upa de quien me susurraba algo gracioso al oído. Creo que me reí por las cosquillas de la barba, no sé bien. Pero, hubo un momento donde todo pareció detenerse. Y todos se quedaron callados. Nos miramos, y sentí un escalofrío en la espalda. No era producto de las cosquillas, ni de los besos en el cuello. Era miedo. Quise no mirar, y bajé la cabeza. Mis borcegos negros, se volvieron verde botella, y mi chopp de cerveza, era rojo intenso.

Desperté asustada. Corrí al placard, revisé la caja. Los borcegos, al menos, estaban intactos y renegridos.

La vuelta al primer amor





Claro porque de regresos y nostos estamos hechos…

Me preocupa ver que cada vez que leo a Barthes termino formando parte de ese ejército de groupies con jeans rotos y poleras negras sin corpiño por debajo, que enajenada grita “ÁMAME” con cada frase que susurra este señor en mi oído. Y claro está: no todo hombre con polera negra o gris, es Roland Barthes, ni ninguno de los pelafustanes de copetín se asemejan a él. Arrebujada en la cama, sin ánimo alguno de levantarme y de bañarme (odio bañarme los domingos y los feriados), abro los ojos lagañosos y me preocupo por ponerme de perfil frente al espejo. Definitivamente el tiempo está haciendo estragos en mí. La propaganda de la crema rejuvenecedora post treinta no hace más que hacerme saltar una sonrisa matinal, hasta que corriendo veo que quien la presenta no es otra que Natalia Oreiro ( persona que me cae muy mal, por varios motivos, por estar casada con Mollo y haberse movido a la gran mayoría del rock nacional, cuando yo solo tengo en mi haber un refocilamiento con Palo Pandolfo –obviamente- sin los Visitantes) y ahí me digo a mí misma, “Hoy será un día productivo, haré el análisis de Operación Masacre y luego me meteré de lleno con Walsh”. Pero las ganas no llegaban nunca.
Deambular por la casa es algo fantástico siempre y cuando uno esté poniendo orden en las ideas. Por así decirlo, me asusto fácil de que en un segundo me vea arrebatada a una feria, a un bar, a un pool y una salida. Y que de repente me despierte el teléfono al grito de: “Profeeeee!!!” (nota mental, cambiar de profesión para el ‘afuera’) y la poca casi ninguna gana de salir. Ok ok, tengo que estudiar, dice mi principio de realidad. Tengo que estudiar, porque es una forma de adelantar tiempo. Sería ideal hacer los registros de lectura y en definitiva sacarme todo de encima como buena neurótica. Pero no, no es tan simple porque de repente me veo mirando la tele y llorando frente a la pérdida del bebito de Juanita. Y claro está. Me paralizo. Pero por suerte, mi costado oscuro elucubra pensamientos siniestros (¿y si se quiso salvar del ADN? ¿Y si fue a propósito todo pergeñado para lograr cámara, atención y paz y cual novela mexicana el niño fue dado en adopción y de esta manera, la progenitoria pudiese dar una vuelta de tuerca a su gris y triste vida y terminar rompiendo y pateando el tablero de la estructura familiar mandando todo al mismísimo demonio? ¿Y si me dejara de utilizar tantas anáforas?). En ese brete estaba cuando recibo el llamado de Lau para el recital MANIJA MANIJA y si yo soy mal pensada, ella me gana porque ambas pensamos las teorías más descorazonadas, hecho que me hizo sentir feliz, por no ser la única con la mente podrida.

En la semana, varias veces he tropezado con la frase hecha de que cada cosa que diga ya está sujeta a la interpretación. Ja ja ja, me río porque si de algo vivo, es de la interpretación. ¿Cómo podría uno pedirle a Plácido Domingo que no cante? Digo, si algo sé y en algo intento formarme es precisamente en la lectura y en la interpretación de determinados fenómenos no de las ciencias naturales sino de las ciencias sociales. Evidentemente, uno no puede andar trasladando la aparatología textual a la vida cotidiana, pero convengamos que es parte constitutiva de nuestro ser. A ver, me encantaría conseguir un trabajo en el cual se me pague por leer y eso lo llamaría una especie de “ocio intelectual” en el cual yo percibiría un sueldo por justamente hacer lo que mejor hago que es “pensar”.

¿‘Pensar’ no es lo mismo que ‘Sentir’? Luego de enojarme con Sylvia por las distintas concepciones a la que arribamos frente a la miradita de la peli “Sex & the City” y su consecuente seguimiento a la ficción, no es posible cuestionarle a los personajes de ficción su accionar, ya que precisamente es en la ficción donde todo es posible. Digamos, que si a cualquier persona un novio la deja plantada en el altar, cualquier persona (coherente) está buscando los mejores sicarios para dejarlo sin piernas, y no terminaría arrojándose a sus pies en un acto reconciliatorio. Pero claro, es la ficción.

Sin entender por qué cometo la digresión, termino recordando que justamente Rolu es quien me termina dando la razón en esa inexplicabilidad de encontrar el término justo. Porque precisamente él no lo tiene, carece del concepto. “Uno no puede hablar de lo que se ama”, tira el muy cretino en medio del “Susurro del lenguaje”, y de repente a mí me agarra la cosa esa de la panza, las mariposas porque hay tanto para decir, pero tan pocas palabras para empezar y recordé que tenía un blog, al que abandoné en un puro acto de enojo. Recuerdo, mi querida Ludimagister, que te dejé porque no me eras funcional. Hubo un momento en el cual me resultaste una de las mejores máscaras que tuve. Divertida e ingeniosa, hasta que prontamente te fuiste desgastando y casi como quemando en tu propio fuego. Me gustaba de vos eso que tenías de que cada una de las ideas era plasmada, y por muy inconsistente que fuera, para vos era algo preciado. Pulías las palabras hasta que brillaran pero justamente lo hacías desde la brutalidad vomitiva de quien sin tener un filtro lanzaba las palabras al viento como si fueran pura materialidad. Entonces un día te pusiste triste, y te dejaste hacer. Perdiste magia, alegría, pero perdiste materialidad. Ya te habías vuelto seria para muchos, y algo de melancolía se podía ver en la fuerza de conjurar lo ausente en tus textos. Si te escribo, te escribo porque te extraño, extraño como eras eterna compañera de mis recuerdos y memorias. Pero fundamentalmente, compinche en darle vueltas carnero a las palabras y las frases y entonces ambas sabíamos que las palabras son hijas de voces colectivas, y no es posible tomarlas en serio. Entonces nos reiríamos las dos, ante ese encuentro especular donde lo no dicho, pesa mucho más que lo entonado. Y allí, ambas, nos reiremos de lo difícil que será volver a encontrarnos en este horizonte. Así, recordé un poema que te gustaba de Leopardi. Te gustaba por el apellido, porque en la calle Leopardi diste tu primer beso. Pero también porque el poema era un yo lírico que se hablaba a sí mismo, disociado y candente, como vos cuando le gritás al monitor.

Por Giacomo Leopardi

Descansarás por siempre,
cansado corazón. Murió el engaño
que eterno yo creí. Murió. Bien siento
que de amados engaños,
no sólo la esperanza, el ansia ha muerto.
Reposa ya. Bastante
palpitaste. No valen cosa alguna
tus afanes, ni es digna de suspiros
la tierra. Aburrimiento
es tan sólo la vida, y fango el mundo.
Cálmate. Desespera
por una vez. A nuestra especie el hado
sólo nos dio el morir. Desprecia ahora
a Natura, al indigno
poder que, oculto, impera sobre el daño,
y la infinita vanidad del todo.

lunes, 23 de mayo de 2011

Y PIZARNIK PARA LA NOCHE...




NOCHE

correr no sé donde
aquí o allá
singulares recodos desnudos
basta correr!
trenzas sujetan mi anochecer
de caspa y agua colonia
rosa quemada fósforo de cera
creación sincera en surco capilar
la noche desanuda su bagaje
de blancos y negros
tirar detener su devenir

EL HUIDOR, by Fabio Morabito...






Cada vez que atrapaban al huidor eran las mujeres quienes suspiraban por que recobrara la libertad, aunque no era un hombre hermoso, y él no tardaba en fugarse y se lo volvía a ver trepado en las cornisas peligrosas del centro o en las azoteas suburbanas o colgado en las partes traseras de los tranvías. La gente lo señalaba con la misma excitación con que en otras partes se señalaba a un político importante o una actriz famosa, porque era impresionante verlo doblar las esquinas, esquivar los coches y ganar las aceras profundas.
Su mujer se pasaba la vida remendándole su ropa desgarrada por los tirones de los agentes.
–Un día de estos te va a dar un ataque de tanto correr. Deberías conseguirte un empleo decente como todos.
Pero mientras él conseguía ese empleo, tenían que vivir de las chambritas y otras prendas de bebé que ella tejía para clientes particulares y tiendas de ropa.
En su casa el huidor se movía poco, le gustaba mirar los techos de los edificios vecinos y repasar eternamente los saltos y requiebros necesarios para pasar de un techo a otro. Sobre todo le gustaba sentarse en el único sillón mientras sus hijos jugaban, poner la mente en blanco y “ver” su fuga del día siguiente, adivinar el ritmo, la velocidad y los recortes que iba a tener, sentirla en su cuerpo con su temperatura particular, como una cosa viva.
–Mañana voy a andar por el noroeste –le comunicaba a su mujer, y le daba el nombre de las calles involucradas, pues ella no dejaba de aprovechar esas rutas para encargarle la entrega de unas chambritas.
Aunque a él le desagradaban esos desvíos que echaban a perder la limpidez de sus huidas, durante un tiempo se las arregló para deshacerse de las cajas de cartón en plena fuga, lanzándolas en los balcones y las ventanas abiertas de las clientas, que se sobresaltaban y lo imprecaban. Pero después de varios lanzamientos equivocados se vio obligado a tocar el timbre de las puertas, a entregar el pedido y a despedirse, lo que le hacía perder minutos preciosos. Las clientas, mientras iban por el dinero, aprovechaban para darse una arregladita frente al espejo, ya que algo en la perpetua prisa de ese hombre les tocaba cuerdas hondas.
–¡Cómo asusta usted con sus lanzamientos! El otro día casi me da un ataque. ¿Por qué no descansa un rato y se toma una taza de café?
–Estoy huyendo.
–Pero sólo un ratito.
Se ponían tan pesadas que él prefería sentarse (en la punta de un sofá o de una silla) y les hablaba apresuradamente de cualquier cosa con tal de verse libre para reanudar su fuga, pero ellas ni siquiera lo oían, sólo miraban sus gestos escuetos, su cara casi apagada que le daba un aire entre náufrago y camionero y de pronto lo agarraban de un brazo o de un hombro para besarlo. Él zafábase sin dificultad (en peores se había visto) y con tres o cuatro saltos ganaba las calles o las azoteas, aunque aprendió muy pronto a aprovechar esos acosos como la única manera de abreviar sus visitas y al primer suspiro o mirada lánguida empujaba a las clientas hacia la alcoba para desnudarlas.
–¡No pierde usted un minuto! –gemían, y ya desnudas se movían como locas viendo que él se quedaba casi completamente vestido y con los zapatos puestos.
De encontrarlo en una tienda o en un autobús o en una sala de espera, ni siquiera lo habrían reconocido.
Su cara era tan común que nadie se fijaba en él cuando se estaba quieto o sentado. Adoptaba un aire gris y las miradas resbalaban como sobre un bulto de papas. Una vez, en plena comisaría, rodeado de agentes, logró pasar inadvertido. Pero bastaba que se moviera o caminara unos metros (no se diga si daba un salto), para que todos se fijaran en él y exclamaran: “¡El huidor, ahí va!”
–Tú no mires –ordenaban las madres a sus hijas, pero ellas miraban, no lo perdían de vista hasta verlo doblar la esquina o desaparecer por una ventana abierta y esa noche no podían dormir recordando sus movimientos para esquivar personas, árboles y automóviles.
Sus fugas eran tan ajustadas al ambiente, incluso daban la sensación de vivificarlo, de iluminarlo y solidificarlo en lo que tuviera de más resbaladizo y anónimo, que por donde él huía, las cosas parecían aliviarse de una vieja torpeza que las ocultaba a las miradas, como si no existieran. Una ventana potenciaba sus cualidades de ventana y parecía renacer como ventana y consagrarse en su modo de ser ventana si él la cruzaba huyendo. Cada huida suya, que evidenciaba lo caduco y torpe de lo que tocaba, también certificaba su consistencia, y su asombroso talento para no detenerse hacía que la ciudad se viera más holgada e igualitaria, y hasta las fachadas, las capas exteriores y los recubrimientos, que sirven para dar aplomo y acabado a las cosas, no conseguían hacer perder de vista los trasfondos, la humilde materia interna, de manera que la gente, cuando hablaba, no se endurecía en ningún punto de vista, no se adhería completamente a ninguna idea y dejaba un amplio resquicio para la duda y lo inefable.
De algún modo el huidor le daba a la gente lo que en otras épocas le había dado el fuego. Escalaba lo que parecía inescalable, penetraba por cualquier abertura, todo le servía de peldaño y de soporte, saltaba sobre los techos de los autos como de un balcón a otro, todo lo nivelaba, todo lo convertía en vehículo o puente hacia otra cosa. Su forma de huir recordaba las llamas y un día que pasó junto a un incendio el jefe de bomberos ordenó desviar un chorro sobre él y gritó: “¡Apaguen eso!”, pero el huidor brincó de un balcón a otro y se escabulló entre los aplausos de todos.
Algunos creyeron entonces que tenía repulsión al agua y que si llegaba a mojarse perdería sus fuerzas y hasta un niño podría atraparlo. Tonterías, pues en la temporada de lluvias no disminuían sus fugas, en todo caso su ardor menguaba un poco, se lo veía desganado, si bien era en esa época, debido a la grisura del clima, cuando pasaba más inadvertido y era capaz de pararse en una esquina sin que nadie reparara en él (quizá porque también bajo la lluvia medio mundo sólo se fija en las puntas de sus zapatos).
Con el tiempo sus huidas se hicieron más rectilíneas, con menos desvíos, como si las opciones y los ramales novedosos escasearan. Era evidente que no quería o no podía repetirse y que hubiera preferido detenerse antes que rehacer cualquiera de sus fugas anteriores. Se iba apagando como un fuego.
La gente recordaba sus huidas espectaculares y esperaba que se repitieran cada vez que lo agarraban, pero algunas eran ya tan imperceptibles que sólo él se daba cuenta de que huía y, con todo, cuando la gente lo tenía cerca, no faltaba quien lo atrapara de un hombro o de la cintura, no tanto por el deseo de entregarlo a las autoridades como para poder contar después que el huidor se había zafado de ellos con su milagrosa destreza.
Algunos pensaron que sólo trasladándolo a otro sitio podría renacer su ímpetu, pero las ciudades interpeladas o bien no entendieron de qué se trataba y se negaron, o bien pusieron condiciones inaceptables: que no entrara en ninguna casa y sus huidas se limitaran a los espacios exteriores, como un elemento meramente decorativo, o que completara sus huidas con clases de gimnasia en algún orfelinato o se alistara en los bomberos para echar una mano en caso necesario.
Él, entre tanto, seguía corriendo, pero era evidente que huía de sí mismo, de su pasado, que tenía que agarrarse de las últimas ramas inéditas, obligado a un trabajo menudo, capilar y sordo. A veces tenía que cruzar interiores, forzar puertas cerradas, violar la intimidad de los otros mientras comían o se bañaban o hacían el amor. Odiaba hacer eso, pues nunca le había gustado causar estropicios, pero la gente, que lo conocía, captaba su sufrimiento y sabía que se estaba apagando.
Hasta que un día de lluvia se desplomó en una esquina después de burlar a dos agentes, no como quien tropieza o se resbala (él nunca tropezaba ni resbalaba), sino como quien carece de argumentos para seguir adelante.
La gente se agolpó para verlo, pero ahora que estaba perfectamente quieto (después se dijo que le había dado el ataque unos cien metros antes y que se desplomó muerto hasta la esquina debido al ímpetu de la carrera), todos sintieron vergüenza de estarlo mirando. Estaban tan acostumbrados a verlo huir, a reconocerlo sólo de sesgo y en plena fuga, que ahora que podían mirarlo de cerca y sin empacho, descubriendo cuán anodina era su cara, dudaron de que se tratara de él.
Pero no había chatez en la inexpresividad de su rostro, sino alivio, como si en tantos años de remontarse de barrio en barrio, repasando una calle tras otra, lamiendo cada esquina, muro y ventana, no hubiera hecho más que ensayar los gestos, las fantasías y los impulsos de todos; como si a fuerza de huir hubiera quedado libre de cualquier rasgo propio y cualquier adiposidad personal, hasta volverse un mero compendio o resumen de los otros.
Su cara parecía la suma de todas las caras, y esa grisura infinita de su rostro, ahora que esperaban la ambulancia que viniera a llevárselo, hacía que las miradas de todos resbalaran de su cara al cemento mojado de la acera con cuya grisura formaba una perfecta prolongación, diluyéndose más y más en ella, como si ni siquiera de muerto pudiera abandonarlo su maestría para fugarse.




DE ANALIZAR EL CUENTO, SE PODRIA PENSAR EN QUE QUIEN HUYE Y ESCAPA ES EL PROPIO DESEO. POR RAZONES QUIMÉRICAS, VEO UN ROSTRO QUE SE REPITE EN MILES DE ROSTROS. SON LOS OJOS Y LAS MIRADAS DE NUESTRA GENERACIÓN, TAN CANDENTE Y TAN ORGULLOSA DE LA SOLEDAD ETERNA COMO BANDERA, TAN EGOCÉNTRICA QUE HACE DE LA IMPOSIBILIDAD DE CONECTARSE CON EL OTRO, UNA PLATAFORMA POLÍTICA. EN UNA ERA DE AMORES DESARTICULADOS Y DE ENCUENTROS FORTUITOS, DONDE HOY ESTAMOS Y MAÑANA NO ESTAMOS, DONDE EN DEFINITIVA EL CARTEL DE NEÓN DE NUESTRAS FRENTES DICE: "AQUÍ SE RIFA LINDO MOMENTO", ENTONCES PIENSO QUE LA METÁFORA DE LAS RELACIONES ESTÁ EN EL HUIDOR. ÉL ES TODO AQUELLO QUE UNO PROYECTA, VACÍO EN SÍ MISMO, NO ES MAS QUE UN HAZ DE INSATISFACCIONES PROPIAS QUE DEBEN SER LLENADAS CON CADA ESCAPE. ESCAPAR ES SU DESTINO, ASÍ COMO LA BÚSQUEDA DE LOS SIGNIFICANTES LO ES PARA CUALQUIER PELAFUSTAN DE COPETIN.
A MI AMIGA DEL ALMA SYLVIA, QUIEN BUSCA LA RESPUESTA EN LA CABALA, EN EL HOROSCOPO MAYA, CELTA Y DE CUANTA CULTURA HAYA, LE DIGO QUE NO PUEDEN SOSTENER UN DISCURSO, PORQUE SON TAN VACÍOS Y PROBLEMATIZADOS QUE NO PODRÍAN SOSTENER LO QUE SIENTEN NI PIENSAN. EL HUIDOR SOLO SIENTE QUE CON CADA HUIDA SUYA, ALGO SE TENSABA EN OTRO LUGAR.

BIENAVENTURADOS LOS QUE CREEN SIN VER, DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS.
BIENAVENTURADOS LOS QUE CREEN EN LA PALABRA DE OTRO, SIN DARSE CUENTA DE QUE EL OTRO ES UN CANALLA QUE LO UNICO QUE TIENE COMO MONEDA ES LA POSIBILIDA DE CAMOUFLARSE DE ACUERDO CON LA NECESIDAD DEL OTRO..
BIENAVENTURADOS LOS QUE NOS SENTIMOS TOCADOS POR EL HUIDOR, POR ESE HALO FUGAZ, PORQUE GRACIAS A ESE TAÑIDO DE GUITARRA, ENTENDEMOS LO FELICES QUE SOMOS DE TENER RAICES...

miércoles, 18 de mayo de 2011

lunes, 16 de mayo de 2011

Ismael Serrano - Sucede Que A Veces




Sucede que a veces la vida mata y el invierno

saca su revólver, te encañona en las costillas,

te aterran los álbumes de fotos y el espejo,

huele a pino el coche y el mar a gasolina.

LEER "LILA Y FLAG" Y NO MORIR EN EL INTENTO




Me vi pasear por diferentes casas con la novelita en la mochila. En una de esas casas, no pasé de las primeras tres páginas (claro está, que nadie leería una novela de "amor" en la casa del Cuco para que se te destornille de la risa).

En otra de las casas, cual Ricitos de (ja) oro, traté de pasar las páginas, pero no podía concentrarme. Era la referencia a la caída de Troya, lo que me asustaba tanto pero tanto. Ya se me hundió el Titanic como para encima, aguantar que Troya cecidit.

Por último, en un arranque el domingo pasado, decidí tomar la novelita, y hacer como si nunca antes la hubiera abierto. La novela era nueva, y era toda para leer y reescribir como si fuera una tabula rasa. Nada estaba dicho, porque todo había sido dicho anteriormente, y lo ideal es dejarse fluir.

Debo reconocer que odio las novelas románticas. Las odio en el invierno porque me recuerdan que mi culto a la soltería pende de un hilo, y basta que haya una oleada de frío para que instantáneamente se me congelen los pies y me deshaga de tapujos para dormir apretujada con alguien que me caliente la espalda. Odio las novelas románticas en las que los protagonistas son como Oliveira y la Maga, donde justamente está todo tan perfectamente "(a)sentido" que huyen de las palabras como si fueran flagelos que vienen a terminar con un orden. Cada año releo "Rayuela" y es automático, un momento en que me siento decepcionada, me siento Oliveira buscando más allá. Cuando fui joven y gozaba del amor sin mezquindades ni egoísmos, creía que sólo el amor más puro como el de la Maga era el que salvaba a un hombre de los ríos metafísicos de su propio dolor. Por suerte crecí, y me di cuenta de que algún día terminaría como Talita en medio de un puente de maderas, con un pseudo amigo amenazador, y un amor real - y ella toda ella bamboleándose del mareo, sin poder avanzar o retroceder. Pero claro, era ser Talita, la que alumbra la entrada (y salida) de ORACIO HOLIVEIRA cuando decidía salirse o volver a entrar en un orden. Y cuando estoy más pintora soy Etienne y a veces, me enamoro como Babs de la boca de alguien, y me embriago con vodka barato y lloro igual, sentada gritando al aire "Indooolennnteeeeee".

Lila y Flag es una novela rara. De seguro me explaye más en el escrito que tengo que entregar (otra vez el 'tengo que', unido a lo volitivo, al deseo). No deseaba leer esa novela, más bien mi ánimo no quería leer una ficción. Será que me he acostumbrado tanto a las ficciones que de entrada ya no las tolero. Ellos se conocen por azar, en sí el aparece según el narrador "como caído del cielo para salvarla", y en definitiva ella lo termina salvando a él, ya que en "el último momento de su vida, Sugus, recordaría las manos de Zsuzsa, y querría volver a ellas". Frases innecesarias de esta novela. Pero lo más triste es que de las miles de citas que encontré, las que marqué, y escribí en manuscrito para regalar a alguien, ahora están dentro de otro libro, listas para ser olvidadas, como si hubiera sido demasiado regalo, que las palabras de algo tan lindo (y no por eso placentero) yo se las entregara a la infamia pura. Entonces decido no quedarme con esas palabras yo. Tampoco se las doy a alguien en particular. Las escribo y las regalo en general. No las voy a escribir para que alguien diga "que lindo", las voy a escribir para sacármelas de la cabeza, para olvidármelas como si fuese un exorcismo. Porque juro que no estaba lista para leer Lila y Flag...

* Viejo poema de amor

El heno
olía al amor
del cielo por la tierra.
Eras el dolor de mis costillas
que afligían
los carros aún por descargar.

Los muertos
ocupaban el umbral
con la vista tras ellos.
Eras la casa
la bujía bajo el ciruelo
y mi eternidad


(ya arrancamos llorando!)

*Los sueños son de lo más viejo que existe en el mundo
(y mis sueños se hacen pesadillas, como el que me despertó hoy, el de la Venus infinita)

* Sólo ese río en ese momento puede curar sus heridas, disolver la espada y hacer que se desvanezca el dedo en el cielo. Nosotras, las mujeres, ríos de dolor y sosiego.
(ellos nadan en ríos metafísicos, buscando siempre, yendo más allá del Norte, como dijo MB, si es que tienen norte, y de repente, una es un río, caudal de lágrimas que ya no pueden ser contenidas. Y la frase "es necesario un océano para olvidar" de repente tiene sentido, por más cursi que sea, porque hay que alejarse con ríos, lagos, mares y océanos, para volver a vivir)

* ella le cambió la vida con un libro: un diccionario que explicaba el origen de las palabras. (él) no dejó de leerlo en los próximos treinta años y nunca se olvidaba de lo que aprendía. Llegó a ser una pasión. Abría las palabras como si fueran ostras para encontrar su verdadero significado. A través de las palabras escuchaba el pasado y lo que él creía que era la verdad. Emigrar, del latín emigrare, mudar de casam expatriarse...y ella sabía exactamente lo que quería. Clement, grande, tranquilo, firme, sería el ÁRBOL de su vida: se posaría en él. Y se posó.
(lo peor de esa cita, es el punto de regalarle las palabras a alguien. Siempre creí que el acto de amor más grande era regalar palabras. Me acuerdo de Sherezade que regalaba palabras para sobrevivir noche tras noche. También Eva Luna obsequiaba palabras, y a veces las vendía porque era lo único que le quedaba. Regalar palabras para que alguien encuentre un horizonte discursivo. Obsequiarlas así, puras, y que el otro las amolde, las desarme, las vuelva a combinar para regalarlas y así crear un sinfín de diálogos, monólogos, soliloquios, fluir de palabras...y yo creí que era ideal regalarlas...)

me olvidaba, pensar en que él era el árbol de su vida. Mi mamá decía que había encontrado en mi papá la fuerza de un roble, cuando se conocieron. Entonces, yo, chiquita, le pedía a mi papá que colocara su brazo para que yo pudiera colgarme. Muchos años después de esa historia, ya los pies debían ser retorcidos para no tocar el suelo, era la forma de ver la fuerza de mi papá. Buscar mi roble, pino, higuera o lapacho ya es algo que me aburrió por completo. O será que ya no hay fuerza en ninguno...

* la gente miente para sentirse menos sola. Esa es la función de las mentiras: te hacen compañía...tal vez algo de lo que se inventa podría llegar a ser verdad. Nunca lo olvides. Hay muy poca gente en el mundo que sabe lo que hace. Se cuentan historias y se las cuentan a otros para no quedarse solos.

(en la ficción de las relaciones, cuantas veces creamos esas mentiras para no estar solos. Cuantas veces hacemos estragos con nuestra cabeza al punto de creernos eso que estamos viviendo. Y eso en un libro es 'pacto de lectura'. Pero, qué pasa cuando se violan los pactos, cuando se cortan los puentes y en definitiva, uno vive la vida para la ficción. ¿Hasta cuándo puede uno soportar, sostener? ¿Hasta que te llega el cachetazo de realidad diciéndote "Hasta acá llegaste, nena"?)

y la última frase, la frase que siempre digo con otras palabras, la frase que mis amigas dicen, "bolú, leí esa frase y me acordé de vos"

*"No hay ninguna posibilidad de volver atrás, poli, ni la más remota. El secreto que no sabía usted a los doce es que las cosas se pueden destruir, pero no se pueden reparar. Nunca."

NO SE PUEDE VOLVER ATRÁS EN EL TIEMPO. POR MÁS QUE UNO LO DESEE CON EL ALMA, CON EL CORAZÓN, JURO QUE DESEARÍA HACER UN DELETEO Y UN DESTELLO EN MI CEREBRO QUE ME HAGA OLVIDAR TODO LO FEO QUE PASÓ EN ESTE TIEMPO. LAS COSAS SE PUEDEN DESTRUIR, LAS PERSONAS, LAS RELACIONES, LAS REALIDADES SE PUEDEN DESTRUIR TANTO PERO TANTO, QUE NO HAY FORMA DE QUE SE PUEDAN VOLVER A REPARAR, POR MÁS ESFUERZO, POXITAS, SUSTANCIAS, PALABRAS, ALITAS, ACTOS, CHOCOLATES, LÁGRIMAS, PROMESAS, PACTOS, JURAMENTOS Y TODAAAAA LA SARTA DE COSAS QUE UNO HACE PARA NO ASUMIR QUE ALGO ESTÁ PERDIDO. Y ES EN ESE MOMENTO DONDE ESTALLA LA KATARATA Y CAE EN QUE ASUMIR RIESGOS ES TAMBIEN ASUMIR PÉRDIDAS, Y EN LAS PÉRDIDAS Y EN LAS CAÍDAS ES DONDE UNO ESTA SOLO. AMISTADES QUE TE HACEN PERDER EL NORTE, CANTOS DE SIRENAS QUE TE LLEVAN A LA PÉRDIDA, ILUSIONES DE PERSONAS QUE PARECEN MOSTRARTE LA REALIDAD-PERFECTAMENTE-ORGANIZADA-DONDE-SOLO-FALTAS-VOS Y ESOS QUE TE NECESITAN COMO FALO PARA SOSTENER SUS FICCIONES. Y DE REPENTE, EL HOMBRO NO TE DA PARA MAS (YO NO ENTIENDO COMO ÉL PODIA SOSTENER TANTO, CON LA FUERZA DE UN ROBLE) Y YA NO ME MIENTO PORQUE TENGA FRÍO, NI PORQUE EXTRAÑO, NI PORQUE QUIERA NI UN POQUITO.

domingo, 15 de mayo de 2011

Io e Caterina (con Alberto Sordi, 1980) - Io non sono un oggetto



INCREÍBLEMENTE ENCONTRÉ LA VERSIÓN FEMENINA DE FRANKENSTEIN, ÑACA ÑACAAAA


KATERINA NON E UN OGGETTO
KATERINA NON E UN OGGETTO
KATERINA NON E UN OGGETTO
KATERINA NON E UN OGGETTO
KATERINA NON E UN OGGETTO
KATERINA NON E UN OGGETTO



(DICEN QUE POR REPETICION LAS COSAS QUEDAN)

"LAS MADRES" DE FABIO MORABITO




Empezaba a principios de junio, a veces, a veces después. Como sea, no era nada agradable estar jugando en casa de un amigo y de pronto, un segundo después de que él se hubiera marchado al baño o a la cocina por un vaso de agua, ver salir del cuarto de al lado a su madre toda desnuda y disponible. Había que enfrentársele sin ayuda de nadie, pues casi siempre la madre se encerraba con uno en la habitación asegurando la puerta con el pasador. Nos habían enseñado a golpear a las madres en el pecho, en la cabeza y en el bajo vientre, pero había madres robustas, otras flexibles como venados y otras gordas que trataban de aplastarlo a uno hasta que se rindiera y se prestara a sus caprichos.

Caer en poder de una madre significaba quedar apresado en sus garras todo el mes de junio. Del atardecer en adelante había que tener cuidado con las que seguían apostadas sobre los árboles. De ordinario andaban desnudas encaramadas en algún tronco, con los senos hinchados, y los niños se divertían lanzándoles objetos filosos con sus resorteras. Si alguna mostraba la intención de bajar, la gente se retiraba hacia la acera de enfrente y desde ahí observaba el descenso de la madre, que invariablemente tenía heridas y cortaduras en todo el cuerpo a causa del continuo restregamiento con la corteza.

Era ahí, en los árboles de la calle, donde las madres pasaban la mayor parte del tiempo gimiendo de deseo y sacudiendo las ramas.

Al atardecer casi todas descendían y se ovillaban en algún zaguán para pasar la noche y los hijos aprovechaban esos momentos para curarles las heridas, llevarles alimentos y cubrirlas con una frazada. Muchas despertaban más tarde y se ponían a deambular sin objeto, o con el único objeto que las mantenía vivas, que era el de ser poseídas, percutidas y arañadas. Se volvían más resentidas y astutas, corrían sin hacer ruido y organizaban pequeñas celadas.

Era frecuente oír al amanecer, proveniente de algún terreno baldío o de un edificio en construcción, los jadeos de las madres que sometían a sus presas.

Uno podía acercarse con toda tranquilidad porque una madre que ya tenía su presa no representaba ningún peligro. La víctima (un oficinista, un obrero), atenazada entre los grandes muslos, se retorcía como se retuerce un gusano en el pico de un pájaro. La madre hacía con él lo que quería durante todo junio.

Las madres que aún no capturaban a sus presas pendían de los árboles húmedos y goteantes, al acecho. Sus vientres estaban acuosos y reblandecidos y cuando alguna caía de un árbol se oía un tenue ¡paf! y a continuación se la veía encaramarse otra vez en el árbol sin el menor rasguño. A veces se dejaban caer a propósito para aplacar su fiebre, y ahí en el suelo, blandas y calientes sobre el asfalto de la acera, parecían desechos dejados por la resaca del mar.

Ese completo abandono encendía a los hombres, que se estremecían al verlas.

Unirse a una madre en ese estado era verdaderamente tocar el fondo de lo vulgar y ruin, y a las madres les bastaba una mirada para reconocer a los que habían caído en otros años. ¡Sabían cómo tratarlos! Les ordenaban que reptaran hasta sus pies y ellos obedecían lastimosamente a la vista de todos sin poder contenerse. Un seco golpe de talón en la nuca o en el cuello era toda la recompensa que recibían esos desgraciados.

Las madres trepaban también por las bardas, por los balcones, por las vigas de los edificios en construcción, y los empleados del municipio les repartían el agua y la comida en grandes recipientes que dejaban en el suelo. Descendían hambrientas, empujándose y arañándose para ganar los mejores lugares. De inmediato, desde las ventanas de los edificios cercanos, los niños sacaban sus resorteras y las bombardeaban con piedritas o pequeños trozos de vidrio, hiriéndolas sin piedad mientras ellas aullaban de rabia.

A fines de junio las madres se iban apagando y resecando y poco a poco, una tras otra, se dejaban arrastrar a sus hogares. La ciudad entraba en un estado de recogimiento eclesiástico. En las casas, los hijos y los maridos lavaban lentamente a las madres, limpiaban sus heridas y vigilaban su sueño, que a veces se prolongaba cuatro o cinco días seguidos. Todos caminaban respetuosamente de puntas para no despertarlas, las habitaciones permanecían en penumbra para que descansaran lo mejor posible y hasta los animales domésticos guardaban una compostura insólita. Las oficinas y las fábricas trabajaban al mínimo para permitir el cuidado más esmerado de las madres y casi nadie salía para algo que no fuera ir a comprar provisiones y medicamentos.

Cuando despertaban las madres, repuestas de sus heridas, el olor penetrante de su frenesí se había esfumado de la ciudad. Se las volvía a ver trajinando en los balcones, unas en bata y otras ya vestidas para bajar al mandado. Ahí estaban otra vez sacudiendo las sábanas y regando las plantas o gritando alguna advertencia a sus hijos que se marchaban a la escuela. Las chimeneas de las fábricas volvían a echar humo a toda su capacidad, los tranvías chirriaban en las curvas y la gente discutía y se peleaba al menor roce. Hasta los perros callejeros iban con más ánimo a sus asuntos. El estruendo acostumbrado llenaba la mañana y nadie parecía acordarse del desorden y la angustia de los días pasados. Nadie comentaba nada. Sólo en los árboles en los que habían morado las madres, húmedas y furiosas, ahora pendían, maduros, los grandes frutos del verano