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martes, 31 de agosto de 2010

DUELOS NECESARIOS PARA DIRIGIR EL DESEO





NUEVA NOCHE EN QUE SUEÑO CON VOS...
NUEVA NOCHE EN QUE SUEÑO CON LA FAMILIA REALIZADA...
NUEVA NOCHE EN QUE CAMBIAN LOS PERSONAJES, NO CAMBIA EL ESCENARIO (UN PAPÁ CON UN BEBÉ Y YO LO MIRO EMOCIONADA)
CREÍ QUE ERA PORQUE ANHELABA ESO, NO ME DI CUENTA DE QUE LO ÚNICO QUE ANHELABA ERA ESTAR EN EL LUGAR DE ESE NIÑO...

EN UNA SEMANA SE CUMPLE UN AÑO DE TU AUSENCIA...Y SIGO ACÁ...PRESA DE DISCURSOS
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Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.
La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.

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Humboldt llama a la libertad del signo locuacidad. Soy (interiormente) locuaz, porque no puedo anclar mi discurso: los signos giran "en piñón libre". Si pudiera forzar el signo, someterlo a una sanción, podría finalmente encontrar descanso. Pero no puedo impedirme pensar, hablar; ningún director de escena está ahí para interrumpir el cine interior que me paso a mí mismo y decirme: ¡Corte! La locuacidad sería una especie de desdicha propiamente humana: estoy loco de lenguaje: nadie me escucha, nadie me mira, pero continuo hablando, girando mi manivela.



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Para poder interrogar al destino es necesaria una pregunta alternativa (Me quiere / No me quiere), un objeto susceptible de una variación simple (Caerá / No caerá) y una fuerza exterior (divinidad, azar, viento) que marque uno de los polos de la variación. Planteo siempre la misma pregunta (¿seré amado?), y esta pregunta es alternativa: todo o nada; no concibe que las cosas maduren, que sean sustraídas a la oportunidad del deseo. No soy dialéctico. La dialéctica diría: la hoja no caerá, y después cae; pero entretanto habrás cambiado y no te plantearás ya la pregunta.



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Para mostrarte dónde está tu deseo basta prohibírtelo un poco. X... desea que esté allí, a su lado, pero dejándolo un poco libre: ligero, ausentándome a veces, pero quedándome no lejos: es preciso, por un lado, que esté presente como prohibido, pero también que me aleje en el momento en que, estando en formación ese deseo, amenazaría con obstruirlo. Tal sería la estructura de la pareja "realizada": un poco de prohibición, mucho de juego; señalar el deseo y después dejarlo.



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Todo lo que es anacrónico es obsceno. Como divinidad (moderna), la Historia es represiva, la Historia nos prohíbe ser inactuales. Del pasado no soportamos más que la ruina, el monumento, el kitsch o el retro, que es divertido; reducimos ese pasado a su sola rúbrica. El sentimiento amoroso está pasado de moda (demodé), pero ese demodé no puede siquiera ser recuperado como espectáculo: el amor cae fuera del tiempo interesante; ningún sentido histórico, polémico, puede serle conferido; es en esto que es obsceno.
En la vida amorosa, la trama de los incidentes es de una increíble futilidad, y esta futilidad, unida a la mayor formalidad, es sin duda inconveniente. Cuando imagino seriamente suicidarme por una llamada telefónica que no llega, se produce una obscenidd tan grande como cuando, en Sado, el papa sodomiza a un pavo. Pero la obscenidad sentimental es menos extraña, y eso es lo que la hace más abyecta; nada puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro adopta un aire ausente.
La carga moral decidida por la sociedad para todas las transgresiones golpea todavía más hoy la pasión que el sexo. Todo el mundo comprenderá que X... tenga "enormes problemas" con su sexualidad; pero nadie se interesará en los que Y... pueda tener con su sentimentalidad: el amor es obsceno en que precisamente pone lo sentimental en el lugar de lo sexual.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede concentrarla, darle el valor fuerte de una transgresión; la soledad del sujeto es tímida, carente de todo decoro: ninbún Bataille le dará una escritura a ese obsceno. El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de mezquindades psicológicas; carece de grandeza: o su grandeza es la de no poder alcanzar ninguna grandeza. Es pues, el momento imposible en que lo obsceno puede verdaderamente coincidir con la afirmación, el amén, el límite grado de lo obsceno.



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Desde hace cien años se considera que la locura (literaria) consiste en esto: "Yo es otro": la locura es una experiencia de despersonalización. Para mí, sujeto amoroso, es todo lo contrario: es a causa de convertirme en sujeto, de no poder sustraerme a serlo, que me vuelvo loco. Yo no soy otro: es lo que compruebo con pavor.
(Cuento zen: un viejo monje está ocupado a pleno sol en desecar hongos: "¿Por qué no hace que lo hagan otros? -Otro no es yo, y yo no soy otro. Otro no puede hacer la experiencia de mi acción. Yo debo hacer la experiencia de descar los hongos.")
Soy indefectiblemente yo mismo y es en esto en lo que radica mi estar loco: estoy loco puesto que consisto.
Es loco aquel que está limpio de todo poder. -¿Cómo? ¿Acaso el enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El sometimiento es no obstante asunto mío: sometido, queriendo someter, experimento a mi manera la ambición de poder, la libido dominandi. Sin embargo, ahí está mi singularidad; mi libido está absolutamente encerrada: no habito ningún otro espacio que el duelo amoroso: ni un ápice de exterior, y por lo tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy loco: no porque sea orginial sino porque estoy separado de toda socialidad. Si los demás hombres son siempre, en grados diversos militantes de algo, yo no soy soldado de nada, ni siquiera de mi propia locura: yo no socializo.



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La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente. A veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces "normal": me ajusto a la manera en que "todo el mundo" soporta la partida de una "persona querida"; obedezco con eficacia al adiestramiento por el cual se me ha dado muy temprano el hábito de estar separado de mi madre. Actúo como un sujeto bien destetado; sé alimentarme, mientras espero. Si se soporta bien esta ausencia, no es más que el olvido. Soy irregularmente infiel. Es la condición de mi supervivencia; si no olvidara, moriría. El enamorado que no olvida a veces, muere por exceso, fatiga y tensión de memorias.
Muy pronto desperté de este olvido. Apresuradamente, puse en su lugar una memoria, un desasosiego. En la ausencia amorosa, soy, tristemente, una imagen desapegada que se seca, se amarillea, se encoge.
¿El deseo no es siempre el mismo, esté presente o ausente el objeto? ¿El objeto no está siempre ausente? No es la misma languidez: hay dos palabras: Pothos, para el deseo del ser ausente, e Himeros, más palpitante, para el deso del ser presente.Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distosión singular, nace una suerte de rpesente insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a tí). Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de angustia.
La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a manipularla: transformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo, abrir la escena del lenguaje. La ausencia se convierte en una práctica activa, en un ajetreo (que me impide hacer cualquier otra cosa); en él se crea una ficción de múltiples funciones (dudas, reproches, deseos, melancolías). Esta escenificación lingüística aleja la muerte del otro: un momento muy breve, digamos, separa el tiempo en que el niño cree todavía a su madre ausente y aquél en que la cree ya muerta. Manipular la ausencia es aplazar este momento, retardar tanto tiempo como sea posible el instante en que el otro podría caer descarnadamente de la ausencia a la muerte.


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Mis angustias de conducta son fútiles, incesantemente cada vez más fútiles, al infinito. Es fútil lo que aparentemente no tiene, no tendrá, consecuencias. Pero para mí, sujeto amoroso, todo lo que es nuevo, lo que altera, no se recibe como si fuera un hecho sino como si fuera un signo que es necesario interpretar. Desde el punto de vista amoroso, es el signo, no el hecho, el que es consecuente (por su resonancia). Todo significa: mediante esta proposición yo me fraguo, me alto en el cálculo, me impido gozar.



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Contingencias. Pequeños acontecimientos, incidentes, reveses, fruslerías, mezquindades, futilidades, pliegues de la existencia amorosa; todo nudo factual cuya resonancia llega a atravesar las miras de la felicidad del sujeto amoroso, como si el azar intrigase contra él.
El incidente es fútil (siempre es fútil) pero va a atraer hacia sí todo mi lenguaje. Lo transformo enseguida en acontecimiento importante, pensado por algo que se parece al destino. Es una capa que cae sobre mí arrastrándolo todo. Cicunstancias innumerables y tenues tejen así el velo negro de la Maya; el tapiz de las ilusiones, de los sentidos, de las palabras.Como un pensamiento diurno enviado a un sueño, será el incidente el empresario del discurso amoroso, que va a fructificar gracias al capital de lo Imaginario.
En el incidente no es la causa lo que me retiene y repercute en mí, es la estructura. No recrimino, no sospecho, no busco las causas; veo con pavor la extensión de la situación en la que estoy preso; no soy el hombre del resentimiento, sino el de la fatalidad.
El incidente es para mí un signo, no un indicio: el elemento de un sistema, no la eflorescencia de una causalidad.



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El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretametne, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
(Hablar amorosametne es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal voz una forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo)
La pulsión del comentario se desplaza, sigue la vía de las sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre al amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, mas que una palabrería generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor implica fatalmente una alocución secreta.



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El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso como "átopos", es decir como inclasificable, de una originalidad imprevisible. Es átopos el otro que amo y que me fascina. No puedo clasificarlo puesto que es precisamente el Único, la Imagen singular que ha venido milagrosamente a responder a la especificidad de mi deseo. Es la figura de mi verdad.
Frente a la originalidad brillante del otro no me siento jamás átopos, sino mas bien clasificado (como un expediente conocido). A veces, sin embargo, llego a suspender el juego de la imágenes desiguales ("¡Que no pueda yo ser tan original, tan fuerte como el otro!"); intuyo que el verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino nuestra propia relación. Es la originaliad de la relación lo que es preciso reconquistar. La mayor parte de las heridas provienen del estereotipo: estoy obligado a hacerme el enamorado, como todo el mundo: a estar celoso, abandonado, frustrado, como todo el mundo. Pero cuando la relación es original, el estereotipo es conmovido, rebasado, eliminado, y los celos, por ejemplo, no tienen ya espacio en esa relación sin lugar, sin topos, sin "plano" -sin discurso.



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La verdad es que -paradoja desorbitante- no ceso de creer que soy amado. Alucino lo que deseo. Cada herida viene menos de unda duda que de una traición: porque no puede traicionar sino quien ama, no puede estar celoso sino quien cree ser amado: el otro, episódicamente, falta a su ser, que es el de amarme; he aquí el origen de mis desgracias. Un delirio, sin embargo, sólo existe si despertamos de él (no hay sino delirios retrospectivos): un dia comprendo lo que me ha ocurrido: creía sufrir por no ser amado y sin embargo sufría porque creía serlo; vivía en la complicación de ceerme a la vez amado y abandonado. Cualquiera que hubiese entendido mi lenguaje íntimo no habría podido menos que exclamar: pero en fin, ¿qué quiere?




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Es propio de la situación amorosa ser inmediatamente intolerable una vez que la fascinación del encuentro ha pasado. Un demonio niega el tiempo, la maduración, la dialéctica y dice a cada instante: ¡esto no puede durar! Sin embargo dura, al menos mucho tiempo. La paciencia amorosa tiene pues por punto de partida su propia negación: no procede ni de una espera, ni de un domino, ni de un ardid, ni de una temeridad: es una desgracia que no se usa, en proporción a su agudeza; una sucesión de sacudidas, la repetición (¿cómica?) del gesto por el cual yo me manifiesto que he decidido poner fin a la repetición; la paciencia de una impaciencia.
(Sentimiento razonable: todo se arregla -pero nada dura. Sentimiento amoroso: nada se arregla -y sin embargo dura)
Comprobar lo Insoportable: ese grito tiene su beneficio: manifestándome a mí mismo que es preceiso salir de él, por cualquier medio que sea, instalo en mí el teatro marcial de la Decisión, de la Acción, de la Salida. La exaltación es como una ganancia secundaria de mi impaciencia; me nutro de ella, me revuelco en ella. Siempre "artista", hago de la forma misma un contenido. Imaginando una solución dolorosa (renunciar, partir, etc.), hago retumbar en mí el fantasma exaltado de la salida; una gloria de abnegación me invade y olvido enseguida lo que debería entonces sacrificar: nada menos que mi locura -que, por definición, no puede constituirse en objeto de sacrificio: ¿se ha visto a un loco "sacrificando" su locura a alguien?
Cuando la exaltación ha decaído quedo reducido a la filosofía más simple: la de la resistencia (dimensión natural de las fatigas verdaderas). Sufro sin adaptarme, persisto sin curtirme: siempre perdido, nunca desalentado.



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El discurso amoroso asfixia al otro, que no encuentra ningún lugar para su propia palabra bajo ese decir masivo. No es que yo le impida hablar; pero sé insinuar los pronombres: "Yo hablo y tú entiendes, luego existimos" (Ponge). A veces, con terror, tomo conciencia de ese vuelco: yo, que me creía puro sujeto (sujeto sujetado: frágil, delicado, lastimero), me veo convertido en una cosa obtusa, que anda a ciegas, que aplasta a todo bajo su discurso; yo, que amo, soy indeseable, alienado hasta las filas de los fastidiosos: los que son pesados, molestan, se inmiscuyen, complican, reclaman, intimidan (o más simplemente: los que hablan). Me he equivocado monumentalmente.

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