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jueves, 8 de julio de 2010

El dios del Sarcasmo ofende a los Olímpicos



Momo, el Sarcasmo, nació del Sueño y de la Noche. Pero aunque sus orígenes sean oscuros y tranquilos, vive de ruidosas burlas. Nada escapa a sus ojitos, que brillan atentos tras la máscara.
No sólo los hombres, sino incluso los dioses temen sus palabras irreverentes, nacidas de un raciocinio rápido, que llegan veloces a los oídos y hieren el corazón.
Momo es un descontento: en la mejor actuación humana o divina, en la acción más pura o noble, siempre encuentra un motivo –por pequeño que sea- para desparramar sobre ella su burla.
Dioses y hombres se sienten desnudos cuando él los mira. Y sienten su desnudez proclamada al mundo cuando, de los labios de Momo, brota una sonrisa o un comentario que no admite réplica.
Pero la actitud tranquila de quien no pelea en serio, la sonrisa vivaz y constante, la gracia de la expresión, todo en Momo encantan y divierte cuando sus dichos feroces tienen como blanco defectos ajenos.
Desfilaba por el Olimpo, seguido por una corte sonriente, buscando siempre una víctima. El sarcasmo marcaba su gesto.
Un día, sin embargo, el miedo secreto a quedar en evidencia superó el placer de la maledicencia, y llevó s las divinidades a expulsar a Momo.
El motivo podría ser banal, pero implicaba a los dioses: cuentase que hubo un torneo de hechos fantásticos. Neptuno hizo nacer un toro magnifico, con las narices vibrando de furia.
Vulcano creó un hombre y embelesado, contemplaba su obra perfecta.
Minerva también trabajó seriamente y construyó una casa. Muy grande, muy sólida y muy cómoda. Cualquier rey daría todos sus tesoros por habitar tan bello edificio.
Los tres dioses alababan su propia obra. Cada uno estaba seguro de que su obra era la mejor. Y todos argumentaban sin escuchar los argumentos de los otros. Estaban ciegos y sordos para lo que no fuera obra de sus manos. Y por eso no llegaban a conclusión alguna.
Queriendo poner fin a la situación, llamaron a Momo como árbitro de la excelencia de sus trabajos. Serio por primera vez, el dios Sarcasmo examinó los hechos. Recorrió cada uno con mirada atenta y crítica.
Pero pronto la sonrisa burlona subió a sus labios, fruto de un pensamiento peligroso. Y expuso sus conclusiones: el toro no tenía los cuernos bien situados. Debían estar más cerca de los ojos, para que el animal pudiera herir con más precisión. O, sino, más cerca de los omóplatos, para que su golpe tuviera redoblada violencia.
El hombre de Vulcano tampoco escapó a la crítica: no era perfecto, como su autor pensaba. Le faltaba una ventana en el corazón: así todos podrían ver sus sentimientos.
Quedaba la casa de Minerva. Momo la recorrió, tocó sus paredes, y opinó: era extremadamente sólida. La diosa exultó sintiéndose victoriosa.
Pero pronto la sonrisa murió en sus labios. Su casa decía Momo, era sumamente sólida, lo que impedía que se pudiera mudarla en caso de mala vecindad.
La ira de los dioses, ofendidos y ridiculizados, se descargó sobre Momo. Se levantaron voces airadas y violentas. Los puños se cerraron amenazadores.
Y ese fue el último día que Momo pisó el Olimpo. De allí lo expulsaron, sin sonrisas, los rostros contraídos, ordenándole que no volviera nunca más.
Momo, el Sarcasmo, fue a dar entre los hombres. Comenzó a vivir entre ellos, hablando y riendo como si nada hubiese perdido. Y entre los humanos también encuentra innumerables motivos de diversión

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